Rabia



 Sólo, en una esquina del patio vacío, un interno en cuclillas se balanceaba ritmicamente a los acordes de una música que sólo sonaba en su cabeza. Con la cabeza enterrada entre sus rodillas, ocultando su cara, su ropa deportiva y su pequeña estatura podían llevar a creer que estábamos frente a un niño tímido. Pero no era un niño, porque jamás un niño se había paseado por entre los muros de aquel Centro Penitenciario.

Tampoco era tímido.

 Se llamaba José Tenorio, y era de Puertollano, Ciudad Real. Él mismo lo anunciaba con orgullo a cualquiera que le prestase oído, como si ser de Puertollano, Ciudad Real, o de cualquier otra parte, fuese en sí mismo algo de lo que sentirse orgulloso. Aunque quizá, también, más que de orgullo fuese una cuestión de nostalgia. Después de cumplir los catorce años, que celebró entrando en un reformatorio, José Tenorio había pisado Puertollano en muy contadas ocasiones, y el mencionar con tanta frecuencia de donde era tal vez fuese para él una manera de estar más cerca de su ciudad natal, de su familia y de sus recuerdos.
  Unos recuerdos que cualquiera hubiese preferido dejar atrás, pero que José Tenorio evocaba una y otra vez. Porque la patria de un hombre es su infancia. O porque, aparte de sus recuerdos, no tenía nada más.

 Había nacido en una familia miserable, en un barrio de chabolas. Desde muy niño su madre, decepcionada por la escasa talla de su primer hijo varón, le había tomado como blanco de todo tipo de pullas, y de golpes también. Como si a base de insultos y palizas fuese a agilizar su crecimiento. No había funcionado, claro. José Tenorio tenía de adulto la estatura de un niño de once años. Pero aquellas palizas sí habían conseguido hacer crecer algo. Algo dentro de él.

Su padre, un ecléctico buscavidas que compaginaba con soltura las chapuzas del andamio con la delincuencia a pequeña escala, la mayor parte del tiempo no estaba, y no se le esperaba el resto. A veces aparecía por la chabola, si, derrochando canciones y alegría, hasta que se quedaba dormido en cualquier rincón vencido por el alcohol.
  Pero era un tipo simpático, al que José Tenorio recordaba con cariño, aunque sólo fuese porque nunca había tenido una mala palabra hacia él y porque una vez, quizá la única, que lo recordaba sereno, se había interpuesto entre él y su madre para evitar una de las frecuentes palizas a las que ella lo sometía. Y lo había conseguido, recordó José con una amarga sonrisa, la primera y la última que se iba a asomar a su cara aquel día. Bueno, su padre lo había conseguido a medias. La paliza acabó llevándosela él. Menuda era su madre, recordó. Y al hacerlo, su rítmico balanceo adquirió más viveza.

  Un día, cuando José Tenorio tendría unos nueve o diez años (no lo sabía con certeza, y no porque le fallase la memoria, sino porque sus padres lo habían inscrito en el registro cundo se habían acordado de que había que hacerlo, y para aquellas ya no era un niño de pecho), una pareja de la Guardia Civil se presentó a la puerta del chamizo en el que vivían, y les notificó que habían encontrado el cadáver de su padre en un camino rural, víctima de un atropello con fuga. José no recordaba si su madre o sus hermanos habían llorado, pero sí recordaba una cosa: En aquel momento, al saber de la muerte de su padre, había sufrido el primero de los incontrolables ataques de rabia que luego, por desgracia, habían resultado tan frecuentes en él.
 Todos comenzaban de la misma manera. De repente, y ante cualquier amenaza externa, o a veces simplemente ante un recuerdo desagradable o una mala noticia, un velo rojo de sangre cubría su mirada. A partir de ese momento, José ya no era responsable de sus actos. Podía no pasar nada, las menos de las veces. O podía pasar de todo.
 Aquel día, de niño en la chabola, el velo rojo le hizo darse de cabezazos contra el marco de una puerta hasta que se quedó inconsciente. Se despertó en la sala de urgencias del hospital, rodeado por su hermana mayor, María, de trece años de edad, y por uno de los números de la pareja de la Guardia Civil, que se había quedado a acompañarlo mientras el otro conducía a su madre hasta el tanatorio.

José recordó a su padre, atropellado como un perro por un conductor al que jamás se llegó a encontrar. Y siguió balanceándose, con su mano derecha rozando contra el suelo de cemento.

Después de aquello su madre, libre ya del borrachín de su marido, comenzó a llevar hombres a la chabola. Ya lo había hecho anteriormente, porque tampoco es que el padre de José la sometiese a un control estricto. Pero mantenía un cierta cautela. Ahora, necesitada además de una fuente de ingresos, rara era la noche que uno o más desconocidos no atravesaban la sala de estar del chamizo camino del dormitorio principal.
 Su hermana María lo sacaba  entonces a jugar a la calle, un poco para evitarle el tener que escuchar los sonidos del dormitorio que la manta colgada de la puerta a modo de cortina apenas amortiguaba. Y un poco también, o un mucho, para zafarse de las miradas de los clientes de su madre, que en más de una ocasión le habían hecho ya proposiciones.
José recordaba aquellos momentos con mucho cariño. Jugaban al truco, o a las canicas, y cuando José miraba a los ojos de su hermana, por un  ratito se sentía el niño más querido del mundo.

 Y luego, un día, su hermana dejó de estar ahí, y José ya no se sintió querido nunca más.

Nunca llegó a a saber qué le había pasado a su hermana. Suponía que se había hartado de aguantar a su madre y a sus acompañantes y que así, poco después de cumplir los quince años, un buen, o un mal día, María y sus cosas desaparecieron. Seguramente se habría marchado a otra ciudad, a empezar una vida lejos de toda aquella miseria. Eso era lo que José suponía, y deseaba con todas sus fuerzas que le hubiera ido bien. Porque también había la posibilidad de que no le hubiera ido bien. De que no hubiese desaparecido por propia voluntad, y la verdad es que, pensándolo fríamente, a una quinceañera bonita como era su hermana, en una casa frecuentada por hombres como los clientes de su madre, podían haberle pasado muchas cosas.

 Pero José estaba convencido de que su hermana María vivía feliz, en una gran ciudad junto al mar. Porque sí. Porque era lo que le gustaba pensar. Y porque, las veces en que la duda se abría ante él como un abismo, el velo rojo empezaba a cubrir sus ojos de nuevo. Y entonces tenía que respirar profundamente. Calmarse.

Y recordar a su hermana, morena y sonriente, como cuando él era un chiquillo y ella lo sacaba a jugar a las canicas a la calle frente a su chabola.






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