Rabia II



  El interno dejó de balancearse un momento, y el ruido de fricción que acompañaba sus movimientos se detuvo con él. Empezaba a hacer calor.
  Dejó en el suelo un trozo de plástico blanco que sujetaba en su mano izquierda, y se sacó la chaqueta de chándal. Una chaqueta de un célebre colegio católico de Madrid, de talla infantil, que le había proporcionado la administración del Centro Penitenciario con la colaboración de una ONG. Como se hacía y se hace con todos los internos insolventes.
 Volvió a ponerse en cuclillas y recogió la pieza de plástico blanco que había dejado hacía un instante. Apoyó uno de sus extremos contra el cemento abrasivo del suelo, como se apoyaría una espátula contra una superficie a raspar, y comenzó a mecerse de nuevo. El ruido de rozamiento se reanudó también, monótono. Con cada movimiento el mango de escobilla del retrete, pues eso es lo que era, se iba limando y puliendo, hasta convertirse en un estilete de más de veinticinco centímetros de largo.

 La mayoría de internos se conforman con fabricar punzones, o pequeños cuchillos. Son armas disuasorias, principalmente con una finalidad preventiva (tienes menos posibilidades de ser agredido si vas 'empalmado'). Llegado el caso, también sirven para defenderse en caso de ataque, o para dar un 'aviso' a un acreedor. Un pinchacito.
 Pero pocas veces alcanzan el tamaño de lo que estaba fabricando José Tenorio. Porque José Tenorio, en el fondo, tampoco quería disuadir a nadie de nada. Ni dar pinchacitos.

 Poco a poco, José fue enterrando de nuevo su cabeza entre las rodillas, sumergiéndose en sus recuerdos. Volvió al barrio de chabolas de Puertollano, de donde un joven sacerdote lo había recogido para enseñarle a leer y escribir, en unas clases que supuestamente eran de catequesis pero que habían acabado siendo una campaña de alfabetización. Allí había aprendido las operaciones de cálculo básicas, también. Y que era zurdo.
 Guardaba buen recuerdo de las clases. El cura era amable, todo el mundo se trataba con respeto. Y le daban la merienda. Pero eso también terminó. Y como las demás veces, sin que él tuviera la culpa de nada. Bueno, esta vez un poco sí.

 Una tarde coincidió en la clases de la parroquia con uno de los niños de la chabola adyacente a la suya. Era dos o tres años más joven que el pero, como la mayoría de niños, ya era bastante más alto. Y como todos los niños, y muchos adultos, cometió el error de subestimar a un adversario tan sólo por su tamaño.
  Comenzó insultando a su madre. Pero eso no le afectó. Sabía lo que era su madre, pero no le importaba, porque ella tampoco le importaba. Luego siguió metiéndose con su baja estatura. Eso ya le molestó más. Pero era algo que a sus catorce años empezaba a asumir, así que respiró hondo para calmarse, y a punto estuvo de conseguir que el halo rojo que empezaba a velar su mirada se desvaneciese.
 Entonces, el muchacho (el niño, que apenas tendría once años) se acordó de la hermana de José, y de cómo había desaparecido. Y la comparó con su madre. Y le dijo que se había marchado para no verlo más. Y lo empujó.Y entonces José, que no soportaba el contacto físico, lo vio todo rojo de nuevo, y lo último que recordaba antes de recobrar la cordura en el asiento de atrás del coche patrulla era a él saltando, agarrando al otro muchacho por la cabeza. Y el sabor metálico y salvaje de su sangre cuando le mordió en la mejilla.
 La siguiente vez, y última, que vio a aquel infeliz fue en el Juzgado de Menores de Ciudad Real. Los médicos habían hecho lo que habían podido, pero a su mejilla derecha le faltaba bastante carne, y cada vez que cerraba el ojo derecho su boca se estiraba en una especie de horrible media sonrisa. José no se sentía orgulloso de lo que había hecho. Pero al verlo, al darse cuenta del daño que podía causar  a aquellos que intentaban hacerle daño, por primera vez en su vida se sintió poderoso.

Y a partir de aquel día, ya no soportó los golpes ni los insultos de nadie.

Un par de años después abandonó el reformatorio y volvió a Puertollano. Su madre ya no estaba, y las chabolas habían sido arrasadas para dejar espacio a los nuevos barrios en desarrollo. Sin tener a donde ir, José Tenorio empezó una carrera delictiva como adulto que le hizo entrar y salir de la cárcel con la soltura con la que otros entran y salen de los locales de una zona de copas.  Y  unos cuantos años, varias decenas de robos y dos homicidios después (uno de ellos estando en prisión), se encontraba cumpliendo condena en el  módulo de primer grado de un Centro Penitenciario del sur de Aragón cuando el jefe de Servicios que estaba de guardia aquel día le hizo llamar a su despacho.

 El Jefe de Servicios le hizo sentarse frente a él, y con voz grave y cara de circunstancias le informó de la muerte de su madre. Y le dio el pésame. José Tenorio no supo qué decir.
 La última vez que había pensado en su madre había sido hacía varios años cuando, tras un reconocimiento médico completo en un Centro Penitenciario de Cantabria, una joven doctora le había preguntado por qué sus padres no le habían tratado de su enfermedad. Ante la sorpresa de ambos (José no sabía de qué le estaban hablando, y la doctora no podía creer que nadie se lo hubiera dicho antes), la joven había acabado por explicarle que su corta estatura no se debía a los genes, y que no era un enano, sino que sufría una simple deficiencia en la hormona del crecimiento. Algo perfectamente tratable y cubierto por la Seguridad Social, que de haber sido corregido a tiempo, le habría permitido disfrutar de una estatura normal.
 José recordó en aquel momento todas las veces que le habían llamado enano. Las veces que alguna chica que le gustaba lo había rechazado porque no quería pasear al lado de alguien a quien le sacaba una cabeza de estatura. Las veces, también, que habían intentado abusar de él en prisión aquellos que no veían en él más que una víctima fácil, y habían acabado por descubrir que era más sencillo y placentero follar con un escorpión antes que con José Tenorio. Y todo se juntó a la vez, y vio a su madre delante de él. A aquella hija de puta que ni siquiera se había molestado en darle un tratamiento que le permitiera ser una persona normal y no un niño de treinta años. Y empezó a verlo todo rojo, y la joven doctora  estuvo a punto de pagar unos platos que no había roto ella. Pero tuvo suerte, y un fornido interno ordenanza de enfermería, un asturiano que había sido feriante, había conseguido reducir a José antes de que le rompiese la tráquea a la doctora, por el expeditivo método de golpearlo en la nuca con un orinal de cama metálico.

  El Jefe de servicios le había sacado de sus recuerdos al mencionar algo de un permiso. Que por lo visto le concedían, si lo quería, un permiso extraordinario para acudir al entierro de su madre. Estuvo a punto de decir que no, porque lo cierto es que no le veía ningún sentido a aquello. Pero llevaba años sin salir de aquel centro, y en el fondo, cuando tu vida es sólo monotonía, cualquier cambio se agradece.

 Y así era como José Tenorio había acabado en aquel patio de una prisión de Madrid. Solo, como a él le gustaba estar. Recordando su vida, porque sus recuerdos, aunque amargos, eran lo único que tenía. Hacía unos minutos, el funcionario del módulo de ingresos le había informado de que en unos minutos, en cuanto acabasen de registrar a un interno recién llegado, el mismo furgón celular que había traído a éste le conduciría hasta Puertollano para asistir al funeral de su madre.

 Su madre. 'Hija de puta', pensó, mientras el velo rojo comenzaba a nublar su mirada y su entendimiento, y apretó con fuerza la mano izquierda, con la que asía la escobilla convertida en arma letal. 'Relájate', pensó, cerrando los ojos. 'Respira hondo'.

Un cambio en la luz le puso alerta. Algo se había interpuesto entre él y el sol, tapándole la luz. No algo, alguien. Había alguien más en el patio, probablemente el interno que acababa de llegar en la conducción. José se puso nervioso, por la compañía, y por no haber sido capaz de detectarla antes de tenerla al lado. El velo rojo empezó a caer de nuevo, y pese a sus intentos de calmarse, José sintió que estaba empezando a perder el control. Su nuevo compañero rompió el silencio.

  - Eh, subnormal. Dame tu tabaco.-

Y entonces, José notó una patadita en su tobillo. Y como le dijo luego al juez, a partir de ahí, ya no recordaba nada más.















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