Narco XI

 A la mañana siguiente, poco antes de las siete y media, el funcionario entrante de servicio pasó el recuento de diana. Jaramillo lo escuchó mucho antes de que abriese su celda, antes incluso de que sonase la sirena que despertaba a todo el mundo a las siete y veinte, porque la verdad es que había pasado la noche casi sin pegar ojo. Como todas las noches, recordó, desde que lo habían detenido aquel día en Barajas, hacía un siglo ya.

 Primero escuchó unos pasos, amortiguados por la distancia, seguidos del tintinear de un manojo de llaves. Después, el girar de un cerrojo, el que abría la cancela enrejada de acceso a la galería de enfermería. Y finalmente, el chasquido metálico de los engranajes retorciéndose en las antiguas cerraduras de cada celda, seguido del golpe metálico del cerrojo al ser descorrido de un violento tirón.
  Jaramillo los contó, no tanto por aburrimiento como porque, en el fondo, era imposible no hacerlo. Uno, dos, tres... Hasta seis, como seis eran las celdas del lado derecho del pasillo que formaba la galería. Un instante de respiro, y vuelta a contar uno, dos, tres, cada vez más alto, hasta llegar a la seis, la de Jaramillo. La primera celda  a la izquierda de la entrada a la galería. Jaramillo no se molestó en levantarse para el recuento, porque los internos de la enfermería están dispensados de ello. Luego, el funcionario cerró de nuevo la cancela enrejada, dejando las puertas de las celdas entreabiertas para que los internos pudiesen proceder a la limpieza de las mismas y al vaciado de la basura en el cubo principal que se encontraba en el pasillo.

 Jaramillo se puso en pie, levantó la papelera, y salió al pasillo a vaciarla. Sintió la tentación de entrar en la celda de Gerardo, porque una duda llevaba toda la noche oprimiéndole el pecho. Pero entrar a la hora de la limpieza en la celda de otro interno era algo de muy mala educación, y eso hasta Jaramillo lo sabía, así que se cuidó mucho de hacerlo. Su curiosidad tendría que esperar hasta el momento del desayuno, que, total, tampoco faltaba tanto tiempo. Una media hora, en la que pudo comprobar como el Mahou, que a mitad de la noche había aparecido de repente tumbado en su camastro y completamente tapado, ahora, sin que él supiera cómo, volvía a estar sentado al borde de su lecho, dándole la espalda. O bien tenía un sexto sentido que le permitía moverse cuando estaba sólo en la celda, o bien estaba más despierto de lo que parecía. A Jaramillo ambas opciones le parecieron igual de inquietantes.

  A la hora del desayuno, Jaramillo entró al comedor. Gerardo estaba ya sentado a su mesa, untando en mantequilla un chusco de pan. Jaramillo se sentó a su lado, y lo soltó directamente.

  - ¿Por qué no se llevan al Mahou a un hospital penitenciario?.- Gerardo apoyó su chusco de pan en la mesa, y lo miró, molesto. ¿Por qué la gente no podía aguantar sus años de condena sin andar por ahí tocándole los cojones a los demás?. Esa era la pregunta correcta. Él lo hacía. Iba a lo suyo. No molestaba a la gente con sus problemas...
 Pero al levantar la vista vio a Jaramillo, mirándole con sus suplicantes ojos de cachorrillo. Un cachorrillo nervioso y a punto de hacerse pis, pensó Gerardo, y esa comparación le arrancó una sonrisa. Su mal humor se disipó más rápido aún de lo que había surgido, y contestó a la falta de saludo de Jaramillo.
 - ¿Y qué pasa ahora, guajín?. Buenos días lo primero, ¿no?.- Jaramillo ni siquiera oyó la llamada a los buenos modales de Gerardo.
 - El Mahou está muy enfermo. ¿Por qué sigue aquí?-. Gerardo se encogió de hombros.
 - ¿Y a donde quieres que lo lleven?-.
 - A un hospital penitenciario-. Gerardo se limitó a arrugar la frente, sin contestar, y Jaramillo se sintió en la obligación de contarle pormenorizadamente lo que sabía. Le habló del empresario que había conocido en la cárcel de Madrid donde había pasado su tiempo como preso preventivo. De cómo había hecho venir a un médico para que certificase que las comidas  en aquel módulo le sentaban mal, y cómo le habían trasladado a un lugar mejor, un hospital penitenciario, donde (esto ya era cosa de su imaginación, pero todos tendemos a adornar las historias cuando las contamos) pasaría su condena entre blancas sábanas de algodón y atentas enfermeras. Al terminar, se quedó mirando fijamente a Gerardo, una vez más, esperando la confirmación de su historia con la mirada del niño que ha sido bueno y espera unas palabras de enhorabuena. No las hubo.

  Gerardo lo había observado en silencio durante todo su discurso. Al principio casi le da la risa, pero Gerardo era un tío que sabía aguantarsela. En la calle, en su noria de la feria, muchos clientes daban risa, por sus borracheras, o porque les faltaban un par de patatas para el kilo. Pero reírse de un cliente es malo para el negocio, sea el negocio que sea, y Gerardo había aprendido a ver, oír y guardarse las carcajadas para más adelante.
Según fue avanzando el monólogo de Jaramillo, no obstante, las ganas de reírse desaparecieron. Aquel guajín, pobre, se estaba amarrando a una ilusión, y él estaba a punto de pincharle la burbuja. Así que se fue armando de valor, pensando lo que iba a decir. Y, en cuanto Jaramillo dejó de hablar, empezó él.

  - Mira, Jaramillo, - y esta fue la primera vez que se dirigió a él por su nombre - no sé de donde has sacado esa historia, pero te han metido un gol.- Jaramillo parpadeó. Sus ojos se abrieron de par en par, y casi parecían dos tetas de cómo se hincharon. Quiso balbucear algo, pero Gerardo no le dejó.
- No hay hospitales penitenciarios.  El hijo de puta ese que me dices os mintió, no sé por qué. Supongo que porque era un estafador, y lleva lo de mentir en la sangre. O lo mismo era  una chivata, y se inventó la historia como coartada para que no sospechaseis de su traslado. Es igual. Eso que él te contó no existe. Lo más parecido que vas a ver a un hospital penitenciario es esto, donde estás.-

 Jaramillo no dijo nada, y se quedó ahí, pasmado. Incrédulo, como cuando te dicen que un ser querido tuyo acaba de morir y no haces nada, no porque no sepas qué hacer ni qué decir, sino porque, sencillamente, tu cabeza se resiste a creer que esa persona con la que has compartido tanto, que ha ocupado un lugar tan importante en tu vida, ya no va a estar ahí contigo. En este caso no era una persona, sino tan sólo una idea, una ilusión.  Pero en los últimos tiempos, esa ilusión había ocupado un lugar tan vital en sus pensamientos y esperanzas que, cuando llegó, el desengaño le hizo sentirse huérfano.
 Gerardo siguió hablando, un poco porque el silencio estaba empezando a resultar incómodo, un poco también  para distraer a su interlocutor de la desgracia, como se hace después de dar la noticia de un fallecimiento.

 - Lo que sí que existe son los psiquiátricos penitenciarios. Son sanatorios, o manicomios que le decían en mi época. Y, bueno, ye verdad que Mahou debería estar ahí. Pero tengo entendido que están saturados, y además el más cercano queda en el quinto coño, y el Mahou tiene por aquí una hermana que a veces lo viene a ver.- Jaramillo había bajado la cabeza, como si quisiera comprobar que sus zapatos estuvieran bien atados. Parecía que iba a romper a llorar en cualquier momento. Gerardo terminó.
 - Pero una cosa te digo, guajín. Por nada del mundo querrías estar tu en un sitio de esos. Estás aquí mil veces mejor.- Se levantó, y volvió al cabo de unos instantes con una bandeja que contenía una ración individual de desayuno. Quizá fuese buena idea mantener a Jaramillo ocupado, no fuesen a pasársele ideas raras por la cabeza.
-Anda, hazme el favor y llévale esto al Mahou. Si te lo curras, igual puedo hablar con la funcionaria que se encarga de los destinos y hacer que te quedes permanentemente en enfermería de ayudante mío. ¿Que te parece?.- Jaramillo se encogió de hombros, pero le obedeció y agarró la bandeja.
Caminando hacia su celda con el desayuno del Mahou, la súbita tristeza le había hecho encorvarse hasta parecer diez centímetros más bajo. Gerardo se despidió de él con una palmada en la espalda, intentando animarlo una vez más.

 - ¡Venga, hombre, ponte recto! ¡Que te van a llamar el quinto!.- Jaramillo no lo entendió. Pero, al menos, la broma de Gerardo había conseguido sacarlo de su abatimiento. Tuvo que preguntarlo.
 - ¿Por qué me van a llamar eso?.- Gerardo se encogió de hombros, como si le pareciese raro tener que explicar algo tan evidente.
 - ¡Pues porque estás con el Mahou, pero eres más pequeño!.- Y estalló en una carcajada que hizo que todos los internos del comedor los mirasen de repente.
Jaramillo seguía sin entender nada, pero claro, en Colombia se bebe poca Mahou, y él no había pasado el suficiente tiempo en libertad en España como para dirigirse a un bar a tomar una cerveza. No tenía ni la más remota idea de que Mahou era una marca comercial, y hasta entonces estaba convencido de que Mahou era el apellido de su silencioso compañero de celda. Vivir para ver.

  -Y, ¿Por qué lo llamáis el Mahou?.- Gerardo dejó de reír. Al principio pensó, cómo no pensarlo, que Jaramillo le estaba tomando el pelo. No podía ser que le estuviese preguntando eso. Pero si. Por la cara de Jaramillo, eso mismo le estaba preguntando.
 - Pero vamos a ver... ¿cómo le llamarías tú a un tipo que tiene cinco estrellas tatuadas en la frente?.-

 Y ahí ya Jaramillo no supo qué responder. Estaba totalmente perdido.




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