Narco XIII



  Jaramillo pasó casi toda la noche sin dormir, entregado a su misión. Rasgó un par de sábanas en tiras finas, sin que el ruido que produjo pareciese importunar en la más mínimo a su hierático compañero de celda.
  El Mahou permaneció sentado al borde de su cama, en lo que era su posición de día, hasta la una de la madrugada aproximadamente. A esa hora, Jaramillo se tomó una pausa para ir al servicio, y al volver se lo encontró ya tumbado en la cama y con los ojos abiertos. Su posición de noche.

 Una vez hubo rasgado las sábanas en tilas longitudinales de unos cinco centímetros de ancho, procedió a trenzarlas. Había aprendido a hacerlo peinando a su novia en Cali, Martiza... Que posiblemente ya no lo sería, después de tanto tiempo sin saber de él, pensó, y se sorprendió de no albergar ningún tipo de sentimiento ante la idea. Ni tristeza, ni dolor. La cárcel y sus peligros ocupaban su mente por completo desde hacía semanas, y Jaramillo notó que, poco a poco, el talego se estaba introduciendo dentro de él de una manera que no había llegado a sospechar. Anulando los sentimientos positivos, haciéndole olvidar el exterior. Eso debía ser a lo que se referían los internos veteranos cuando repetían como un mantra una frase que ya él también había aprendido de memoria, 'que seas tú el que pase por la cárcel y no la cárcel la que pase por tí'.

  Jaramillo abrió los ojos, sobresaltado. El taconeo de unas botas en el pasillo de la galería lo había despertado. Eso quería decir dos cosas: La primera, que era la hora de la ronda, en torno a las dos y media de la madrugada. La segunda, que se había quedado dormido e iba a tener que apurar para recuperar el tiempo perdido. Continuó con su tarea de trenzado, y al filo de las seis había rematado su obra.
  Una cuerda, o algo semejante, de tela blanca entrecruzada. Con el grosor aproximado de un palo de escoba, y casi tres metros de largo, parecía más que suficiente para llevar a cabo su plan. Pero había que probarla primero, claro.
 Jaramillo acercó la mesita de estudio a la pared de la celda orientada al exterior, justo debajo de la única ventana, y se puso en pie sobre ella. A unos dos metros sobre el suelo, la pared de piedra se inclinaba hacia afuera en un ángulo de cuarenta y cinco grados durante casi cincuenta centímetros, terminando en la reja de acero que impedía salir por la abertura. Jaramillo ató la cuerda al travesaño horizontal inferior del enrejado y, agarrándose a ella, se echó hacia atrás, inclinándose en diagonal. La maroma artesanal pareció aguantar su peso sin problemas.
 Jaramillo la desató y bajó de la mesa, pero sin mover esta última de debajo de la ventana. Sentado en el borde de la cama, Jaramillo ató en forma de lazo corredizo uno de los extremos de la cuerda y apretó el nudo con fuerza. Luego, volvió a subir a la mesa con la cuerda y aseguró el otro extremo a la reja, con un par de fuertes nudos. Dejó algo menos un metro de distancia entre el nudo de  la reja y el corredizo. Suficiente para que ésta recorriese el medio metro del abocinado de la ventana, y que no quedase demasiado recorrido de caída. Ni poco ni mucho; el justo para lo que  pretendía hacer. Luego, bajó por segunda vez de la mesa, y se tumbó en la cama a contemplar su obra  a la luz de la noche que se filtraba por la ventana. Y se quedó dormido, una vez más.

Exactamente a las siete y cuarto de la mañana, don Blas, el funcionario, apretó el botón que accionaba la sirena del módulo, dando el toque de diana. Luego se levantó de su silla y sus articulaciones, inmóviles desde hacía un par de horas, crujieron casi más que la silla en la que había plantado sus ciento y pico  kilos.
Estaba de mal humor, como siempre, pero un poquito peor. La acidez de estómago no le había permitido pegar ojo, la incomodidad de la silla había pasado factura a sus riñones, y el haber estado varias horas doblado como una alcayata le había provocado un bloqueo intestinal. Iba a ser un día de mierda, en más de un sentido. Se apoyó sobre la mesa de la oficina, y buscó sus gafas. No las encontró. 'Fijo que me las he dejado en el baño', pensó. La idea de ir a recuperarlas y de paso sentarse allí unos buenos veinte minutos para soltar lastre lo sedujo, pero lo primero era lo primero. Había que abrir las celdas, para que el compañero que entrase a relevarlo hiciese el recuento más rápido. Don Blas cogió el manojo de llaves del cajón  de la mesa, y salió de la oficina camino a la galería. En cuanto llegó a ella, abrió la verja y entró al pasillo de celdas.

 Jaramillo se despertó, sobresaltado por la sirena de diana. Había que darse prisa, o lo pillaría el toro.
 Pudo oír al funcionario de guardia abrir la cancela de acceso a la galería mientras se subía  a la mesita auxiliar, y cruzó mentalmente los dedos. Lo habitual era que el funcionario empezase el recuento por las celdas de la derecha, pero, si ese preciso día, en ese momento, decidía hacerlo por la izquierda, todo se iría al garete. De pie sobre la mesita, Jaramillo encogió involuntariamente los hombros mientras se pasaba la soga por la cabeza.
Fuera, en el pasillo, don Blas abrió la primera celda de la derecha de la galería, como hacía siempre. Como llevaba haciendo treinta años ya.
Jaramillo respiró aliviado. Estiró hacia arriba y al frente los brazos, agarrándose a la verja de la ventana, e hizo fuerza hacia arriba, a la vez que empujaba con los pies la mesita. El mueble auxiliar cayó hacia un lado, y Jaramillo se quedó colgando en el aire, agarrado fuertemente a la verja con sus brazos doblados, la cabeza a la altura de las manos, y la cuerda colgando flácida, apoyada en la pared inclinada. No podría aguantar mucho en aquella postura, pero es que no iba a tener que aguantar mucho.

 El funcionario ya iba por la cuarta celda de la derecha, había contado Jaramillo. Luego iba la quinta, los dos segundos que tardaría en cruzar el pasillo de una pared a otra, y  a contar cuatro celdas más.
En cuanto oyese al funcionario abrir la cuarta celda, la contigua a la suya, Jaramillo se soltaría. Con cuidado. Porque no era cuestión de romperse el cuello, simplemente se trataba de que el funcionario creyese que se había colgado, lo sujetase para soltarlo, y a partir de ahí... Como mínimo, se quedaría en enfermería una temporada más, aunque lo más probable era que lo trasladasen lejos de aquel centro miserable.
 No había nada que perder, y el funcionario ya iba por la segunda puerta de la izquierda. Jaramillo escuchó cómo abría la tercera, Y se preparó para soltarse en cuanto oyese la cuarta. Cerró los ojos, encogió involuntariamente el cuello...

 Don Blas abrió la tercera celda de la izquierda de la galería, y estaba a punto de abrir la cuarta cuando recordó que, como le había informado el compañero que había hecho el servicio de tarde, el interno de aquella celda había sufrido una especie de ataque o sobredosis de algo, y se lo habían llevado al hospital. Así que se la saltó, y abrió la quinta. Lo que se encontró allí no le alegró el día.
 Su vista había ido a menos con los años y las gafas se las había dejado - probablemente- en el baño. Pero no había que ser un águila para darse cuenta de que aquel gilipollas, retrepado en la ventana, estaba intentando fugarse.
 Don Blas atravesó la celda con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad y envergadura y, antes de que Jaramillo pudiese darse cuenta de lo que estaba pasando, el funcionario se abrazó con fuerza a su cintura y tiró hacia abajo, cargando todos y cada uno de los cien kilos largos de su anatomía, y alivió parte de su rabia con un grito.
- ¡¡¡¿A donde vas tú, hijo de puta?!!!.-

 Jaramillo, que apenas podía mantener su propio peso después de casi un minuto colgando de la pared, se desplomó bajo el peso de don Blas como una persiana cuando se le rompe la cinta. Sintió un crujido muy feo en el cuello, y entonces todo se puso negro, y no sintió nada más.


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Colgado de la cintura de Jaramillo, don Blas dio un par de tirones. Aquello era muy raro. Primero porque el tipo no se había soltado, y él se sabía lo bastante pesado como para haberle forzado a soltarse, y segundo porque había notado perfectamente cómo el cuerpo del interno, que primero estaba tenso, súbitamente parecía blando. Inerte. Don Blas lo soltó con cuidado, y no necesitó ver la soga. En cuanto aquel cuerpo muerto no cayó al suelo, don Blas se dio cuenta de lo que pasaba, porque ya lo había visto más veces.

 Corrió a la oficina, pulsó el botón de llamada antisecuestro, hizo una llamada general por radio, y a partir de ahí todo fue muy rápido. Vinieron varios compañeros, descolgaron a Jaramillo, y contra todo pronóstico, comprobaron que seguía con vida. Aquello alivió a don Blas, que había pasado los últimos minutos en el servicio de funcionarios, súbitamente curado de su estreñimiento. Así que, de alguna manera, se alivió dos veces.

En menos de media hora, Jaramillo estaba en el hospital. Pasó allí varios días, volvió a ver a la traumatóloga que tan amable había sido con él en su visita anterior y tuvo ocasión de comprobar que, efectivamente, olía muy bien. La doctora le informó de que había sufrido una luxación cervical, que no le dejaría secuelas una vez curada. Pasó unos días muy buenos allí, encamado, y sólo  volvió al centro penitenciario a recoger sus escasas pertenencias de camino a su nuevo centro de destino.

 Encerrado en la pequeña celda del 'canguro' que lo conducía a su nuevo centro de destino, Jaramillo no se hacía muchas ilusiones. Las cárceles de cumplimiento no eran el lugar que él había imaginado sería y, quién lo iba a pensar, estaban trufadas de delincuentes peligrosos. Quizá lo mejor a partir de ahora sería adoptar un perfil bajo. Aceptar un trabajillo, pasar desapercibido en el patio. Quizá sí, eso sería lo mejor.

 Tras varias horas de viaje, el 'canguro' se detuvo. Jaramillo pudo escuchar el gemido de un portalón metálico al abrirse, y luego el 'canguro' rodó unos metros más, hasta detenerse y pagar el motor. Habían llegado. Faltaba saber a dónde.

 El ritual se repitió una vez más. Sacaron a jaramillo del vehículo, que en esos momentos estaba en una especie de cochera, y lo pasaron a una oficina donde un funcionario de prisiones le pidió que extendiese su mano derecha. Agarró su pulgar, lo pasó por una especie de impresora negra con un lector óptico -el SIA- , y su ficha informatizada pasó de indicar 'en tránsito' a 'presente'.
 Se firmaron papeles, los Guardias Civiles se fueron, y el funcionario de prisiones, un tipo bajito y renegrido, lo condujo al patio del módulo de ingresos, y le indicó que esperase ahí.

 Jaramillo salió al patio, y se le abrió el cielo. Y no por encontrarse al exterior por primera vez en veinticuatro horas. Jaramillo reconoció los ladrillos de los muros. La configuración del edificio... Hasta el olor. Esta era su primera cárcel de destino, aquella en la que había pasado sus meses de preventivo. En la que se había hecho un nombre como narco.

 Jaramillo recordó a aquellos concejales corruptos, estafadores de medio pelo que se habían acojonado ante un tipo duro como él y, casi involuntariamente, irguió la postura e hinchó el pecho. Que le dieran por culo al trabajo. En cuanto lo soltaran en el patio general, iban a descubrir de nuevo quién era el.
 Una sonrisa iluminó su cara. Apoyó sus manos en las caderas, y recorrió el patio con la mirada como un general victorioso miraría el campo de batalla. Y entonces, en un banquito al otro lado del patio, lo vio. Otro interno, doblado completamente, y con la cabeza entre las rodillas. Como si estuviera siguiendo las instrucciones que te dan en los aviones en caso de aterrizaje de emergencia.
 'Está acojonado', Pensó Jaramillo, y no se puede negar  que sabía de qué hablaba. Porque él mismo había estado acojonado, y mucho, al ingresar en la cárcel. Pero esa no era la cuestión. Ahora había que volver a hacerse un nombre allí, y qué mejor momento que ése.

 Caminó hacia el otro interno, que permanecía sentado en el banco, hecho un ovillo. Se plantó ante él, e impostó su mejor voz de duro para espetarle:

- Eh, subnormal. Dame tu tabaco.-

Aquello era pan comido. Le esperaban unos años muy interesantes en ese talego, pensó Jaramillo.

 Y sonrió, dándole al otro interno una patadita en el tobillo.


 

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