Narco VIII


  Esposado en el 'canguro', mientras esperaba ser devuelto al Centro Penitenciario, Jaramillo se devanaba los sesos buscando la manera de conseguir el traslado a un Hospital Penitenciario. Un lugar menos hostil, imaginaba él, donde pasar los largos años que le quedaban de condena sin sentirse amenazado por el resto de internos, por esa gentuza que no estaba dispuesta a dejarse mangonear de la manera que a él le habría gustado.

 El furgón celular llevaba casi media hora esperando en el aparcamiento del hospital. Jaramillo no podía dejar de preguntarse por qué, pero no tenía a quién preguntar para salir de dudas y, aún en caso de tenerlo, muy posiblemente no se habría atrevido a decir nada. Sus últimas relaciones con otros seres humanos habían resultado bastante menos que satisfactorias, y la verdad es que en esos últimos días, se había convertido en una persona mucho más taciturna de lo que solía ser habitual en él. Finalmente, más por aburrimiento que por curiosidad, se decidió a levantarse ligeramente del duro banco de fibra de vidrio que le servía de asiento para echar una ojeada al exterior.

 El cubículo de un metro cuadrado que le servía de celda dentro del 'canguro' recibía iluminación por medio de una rendija en uno de sus lados, no mayor que la abertura de un buzón de correos. Espiando a través de ella, Jaramillo pudo ver al cabo primero al mando de la conducción fumando impaciente, de pie y a unos cinco metros del vehículo. Pasaba la vista regularmente de su reloj a una puerta en el lateral del centro médico, por donde saltaba a la vista que esperaba que saliera alguien o algo.
  Transcurrieron diez minutos de humo e impaciencia, durante los que el Guardia Civil se fumó dos cigarrillos encendiendo prácticamente  uno con la colilla del otro. Y por fin, de la puerta lateral del hospital salió un segundo Guardia Civil acompañado de una espectacular rubia que, retrepada en unos tacones de aguja, casi le sacaba una cabeza de estatura.

  Ofrecían una curiosa estampa. La rubia caminaba contoneándose con decisión, haciendo ondular sus caderas ceñidas en una malla de estampado de leopardo, con la barbilla muy alta y un cigarrillo emboquillado entre las dedos de su mano derecha, y el Guardia, diminuto a su lado, caminando con la cabeza gacha y las orejas  enrojecidas. Estaba avergonzado, o eso parecía. Jaramillo se preguntó qué era lo que podía avergonzar a un Guardia Civil de noventa kilos con una nueve milímetros al cinto, y aún se lo estaba preguntando cuando la rubia llegó a la altura del cabo primero. El cabo levantó el dedo índice de su mano derecha antes de decir algo, porque estaba claro que  algo había que decir, porque la conducción llevaba casi una hora de retraso y alguien se iba a chupar una bronca por ello. Pero sus palabras murieron en sus labios en cuanto la rubia se llevó a la boca la larga boquilla dorada y, mirando a los ojos del Guardia desde la imponente altura de sus casi dos metros, le espetó con una profunda voz de barítono:

 -¿Tienes fuego, bombón?-.
La mano del cabo primero bajó lentamente, al tiempo que, el también, enrojecía hasta las orejas. Derrotado, estuvo a punto de sacar el mechero, y lo habría hecho de no ser porque su compañero, el que había acompañado al travestido a la salida del centro médico, le recordó que dentro del furgón estaba prohibido fumar.
 La rubia lo miró con desprecio, frunció graciosamente los labios, haciéndose la ofendida, subió al furgón y se sentó en el banco del cubículo que quedaba vacío.

  - Vamos, guapos. Llevadme donde queráis.- Dijo, haciendo una especie de dibujillo en el aire con el cigarrillo emboquillado. - Hoy tengo ganas de marcha.- Terminó.

 El guardia Civil cerró nerviosamente la puerta, consiguiendo evitar a duras penas que se le cayese el manojo de llaves al suelo. Unos instantes después, el vehículo emprendió por fin la marcha.
 Sentado en su cubículo, mareado por la mezcla del penetrante perfume y el no menos penetrante olor corporal de la rubia, Jaramillo empezó a madurar una idea. La rubia le había recordado algo, un personaje de una vieja serie que su padre veía cuando él era niño. Era una serie ambientada en una guerra, y en ella, un personaje intentaba hacerse pasar por loco vistiéndose siempre de mujer para ser enviado de vuelta a su casa.

 Bueno, estaba claro que en pleno siglo veintiuno a nadie lo toman por loco por vestirse de mujer. Además, el hecho de que ese travestido estuviese compartiendo el furgón celular con él era la muestra evidente de que poniéndose una minifalda y maquillándose no iba a conseguir esquivar la cárcel. Posiblemente, además, ello le causaría más dolor que alivio.
 Pero la idea de hacerse pasar por loco empezó a seducirle.

 Y entonces, en ese viaje de vuelta a la prisión,  Jaramillo empezó a esbozar un plan.






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