Narco VII



Las siguientes horas fueron para Jaramillo un torbellino de experiencias. Intentó pasar desapercibido en el patio, pero lo cierto es que en cuanto salió de los lavabos, un par de funcionarios que paseaban a su espalda lo llamaron. Jaramillo se preguntó en su interior qué lo habría delatado, como un adolescente que llega a casa borracho e intenta sin éxito engañar a su madre manteniéndose tieso y poniendo cara de póquer. Y lo habían descubierto, en realidad, por el mismo motivo: Aunque no se daba cuenta, caminaba haciendo eses.

  Los funcionarios lo volvieron a llamar. A regañadientes, y con la ligereza de una noria oxidada, Jaramillo se giró. Pudo ver los ojos de los funcionarios abrirse de par en par al unísono con  sus bocas, y correr hacia él para sujetarlo por los brazos y llevarlo casi en volandas a la enfermería de la prisión. Luego se enteró de que, al ver en un primer momento cómo se tambaleaba, y después su camisa empapada en sangre, habían creído que lo habían apuñalado. También se enteró al día siguiente de que en realidad el médico de guardia en el centro no le había mostrado cuatro dedos, en una especie de raro saludo vulcaniano, sino solamente dos,  y que por eso había mandado llamar una ambulancia de urgencia para llevarlo al hospital de la capital. Allí, en el hospital, lo tuvieron veinticuatro horas en observación para descartar cualquier tipo de lesión cerebral.

  Y allí, en el hospital, aquella noche, sólo en su habitación, fue la primera vez que Jaramillo pudo dormir de un tirón toda la noche desde el día que había aterrizado en España. Y ello a pesar de estar esposado a la cama por su muñeca izquierda, que siempre es una molestia. También es de justicia reconocer que los calmantes ayudan a conciliar el sueño. Al día siguiente, después de dormir profundamente, y con la bandeja del desayuno ya vacía ante sí, se dio cuenta también de que el hospital le gustaba mucho, al menos si lo comparabas con la cárcel. Aunque, comparado con la cárcel, a Jaramillo le gustaba mucho casi todo. Pero estaba claro que en hospital no se podía quedar, y de hecho durante el desayuno un cabo primero de la Guardia Civil había pasado por su habitación a informarle de que después de la comida el furgón celular, el 'canguro', lo conduciría de nuevo al Centro Penitenciario. La idea no le gustó en absoluto. Y abandonado definitivamente su objetivo de ser el tipo más duro del patio, se hacía necesario pasar a un plan B. Que de momento, no tenía.

  Una joven doctora entró en la habitación y le dio los buenos días, mientras sacaba una linternita con aspecto de bolígrafo del bolsillo de su blusón verde quirófano. Le pidió que abriera bien los ojos y, apoyando una mano en su frente, se inclinó sobre él. Estaba fría, la mano, pero era lo más suave que había tocado a Jaramillo en mucho tiempo. Sin comparación con la última mano que le había tocado, desde luego. El recuerdo del del grandullón aquel le hizo sentir un repentino picor en la parte de atrás del cuello. Súbitamente, la doctora enfocó la linternita directamente a su ojo. Jaramillo lo entrecerró.

  - Por favor, mantén el ojo abierto. Es importante.- La voz de la doctora era suave como su mano, pero mucho mas cálida. A Jaramillo le gustó, y por un instante tuvo que concentrarse para que ese súbito agrado no se manifestase con una embarazosa reacción física. La doctora se apartó por fin, tras examinar sus dos pupilas, y le sonrió tímidamente. Jaramillo tuvo que concentrarse aún más para evitar que alguna parte de su cuerpo se moviese involuntariamente.

  - Parece que todo está bien. Más tarde vendrá una ATS para hacerte una cura en la nariz, y ya te dejaremos marchar. Hasta luego.- La doctora salió de la habitación, y Jaramillo lamentó amargamente tener la nariz embotada de algodones. Seguro que aquella doctora olía muy bien. Dios, como le gustaría quedarse en ese hospital...

  Una idea cruzó su  mente como un rayo: Hospital penitenciario. Eso existía, Jaramillo lo había oído. En la cárcel de la sierra de Madrid donde había pasado sus primeros meses, a la espera de juicio, Jaramillo había conocido a un emprendedor empresario, acusado de desvalijar varias sociedades y dejar en la calle a cientos de curritos. Al poco de ingresar en prisión, la dieta del módulo le había hecho subir el ácido úrico de forma alarmante, o al menos eso había diagnosticado el médico privado que, pagado por el propio empresario, lo había visitado en prisión. A Jaramillo no dejó de sorprenderle que el régimen a base de pescado al horno y patatas cocidas que le servían en el talego le hubiese hecho subir el ácido úrico a un tipo que se jactaba de desayunar bogavante azul y champán rosado, pero qué sabía él de medicina. Lo mismo los ricos tienen un metabolismo diferente.
El caso es que  un par de días después, el empresario fue trasladado a un hospital penitenciario, y parecía feliz por ello. Tras conocer la realidad del patio de la cárcel, a Jaramillo no extrañaba lo más mínimo.

 Bueno, pues el plan B era conseguir ser trasladado a un hospital penitenciario. Aunque, seamos justos, eso más que un plan es un objetivo. El plan... Había que elaborarlo.
 Jaramillo se puso a pensar. No tenía dinero para pagar un médico, ni forma de conseguirlo. Eso estaba claro. Tampoco le seducía la idea de autolesionarse gravemente. Es decir, le acababan de  partir la nariz, lo que le había dolido de cojones, y sólo iba a estar allí veinticuatro horas. ¿Que había que hacer para conseguir un traslado definitivo? ¿Cortarse la polla?. Ni así, pensó Jaramillo con una amarga sonrisa dibujada en la cara. Ni así te trasladarían definitivamente, porque toda herida acaba curándose, y cuando se curase, lo devolverían a aquel horrible campo de concentración.
 Además, habría que estar loco para cortarse la polla.

 Habría que estar loco.

 Jaramillo volvió a sonreír. Pero esta vez, su sonrisa ya no era tan amarga.

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