Narco V

  Aquella noche, sólo en su celda, Jaramillo tuvo mucho tiempo para pensar. Sobrevivir en aquella prisión iba a ser más difícil de lo que él había esperado, si hasta el más pringao del patio (y para Jaramillo aquel viejo no podía ser otra cosa) iba armado con semejante espada. Algo había que hacer. Bueno, algo así al azar no. Había que hacer una cosa concreta, había que armarse. El problema, claro, estaba en cómo hacerlo.
  Si Jaramillo hubiera sido un veterano del talego, habría conocido mil y una maneras de fabricar su propio pincho. Desde las regletas de las ventanas, que es lo más habitual, pasando por alambres, trozos de ferralla extraída de alguna pared de hormigón, hasta simplemente mangos de cepillo de dientes o de escobillas del retrete lijados pacientemente contra la pared de la celda.

  Se cuenta, aunque creo que tiene algo de leyenda carcelaria, que a Jose Antonio Rodríguez Vega, el asesino de ancianas de Santander, lo mataron en la prisión de Topas usando el hueso de un muslo de pavo. Porque un interno de primer grado como era el agresor, que no tenía acceso por su extrema peligrosidad a mangos de escobilla de inodoro y que sólo podía usar cepillos de dientes pequeños, de los de viaje, no tuvo otra opción que guardarse un hueso después de disfrutar de la comida del domingo, y que afilarlo y esconderlo esperando el momento propicio para atacar al 'Mataviejas'.  La leyenda abunda en detalles, y hay quien afirma, por si alguien duda de la efectividad de un arma así, que el que lo apuñaló lo hizo con tanta saña que casi le arranca el corazón del tórax. Desde entonces  le llaman el 'Huesopollo'. 'Huesopollo' contra 'Mataviejas'. Señores de Marvel, aquí tienen sus nuevos supervillanos.

 Pero Jaramillo, el pobre Jaramillo, ni siquiera había tenido oportunidad de ver alguna de estas armas rudimentarias, aunque tan sólo fuese para tomar ideas de cara a la fabricación de una. Y currarse algo tan elaborado como el cuchillo que le había visto esconder al viejo estaba completamente fuera de sus capacidades. Pero entonces, una idea se abrió camino en su mente. Había visto dónde escondía el cuchillo el viejo ese. Seguramente lo habría dejado otra vez en el mismo sitio, porque ese parecía ser su lugar de descanso habitual. Y fijo que pensaba, el puto viejo, que lo había acojonado tanto que no se atrevería a robárselo. Bueno, pues el viejo ese no lo conocía a él. A Jaramillo el narco. El kie del patio. Mañana se haría con un arma. Y su suerte iba a cambiar. Vaya que sí.

  Y con estos pensamientos, Jaramillo se quedó dormido.

  Al día siguiente, se despertó con la sirena que, a eso de las siete y veinte, avisaba a los internos de la proximidad del recuento de las siete y media. Pasó el recuento de pie, al lado de su cama, como marcaban las normas de régimen interior y, media hora después, bajó al patio. De allí pasó al comedor para desayunar, intentando pasar inadvertido. Pudo ver de reojo al viejo, que sorbía con calma su café con leche sentado en la esquina de una de las largas mesas corridas, frente a un treintañero grandullón, con el pelo cortado a cepillo y cara de faltarle varias patatas para el kilo. Ambos iban vestidos con el mono azul sin marcas de los internos que colaboran en las tareas generales del Centro Penitenciario.
  Jaramillo apuró su café y salió al patio, a pasear tranquilamente mientras llegaba su momento. Y su momento no tardó mucho. A las nueve en punto, otra sirena marcó la hora de inicio de actividades. Los internos que trabajaban, que eran una mayoría, se encaminaron en pequeños grupos hacia el lado sur del patio donde, ocupando parte de la ladera descendente, se encontraban las diferentes fábricas y talleres. Allí, en una garita situada frente a la puerta de acceso al recinto de trabajo, un par de funcionarios de prisiones comprobaban la identidad de los internos y, uno por uno, les iban dejando pasar. Jaramillo vigilaba desde la distancia, y comprobó que el viejo y su amigo, el gigantón con cara de tonto, entraban a la zona de talleres. Minutos después, cuando ya estaban dentro de la misma todos los internos, uno de los funcionarios corrió la verja de acceso y la cerró con un candado.
 Jaramillo se frotó las manos. Allí estaban a buen recaudo. Doblemente encerrados, en el recinto de talleres dentro de la cárcel. Tenía tiempo, aprovechó para dar un paseo. Fumar un pitillo. Comprobar que nadie se fijaba en él. Y tras dar tres o cuatro vueltas por el patio, se sentó en el banco favorito del viejo con la naturalidad de un espía de teleserie. Sólo le faltaba taparse la cara con un periódico.

 Miró a la izquierda. Miró a la derecha. Nadie. se agachó un poco y, tras hurgar en la tierra unos segundos, sacó el cuchillo de su escondite. Se lo guardó rápidamente en su chaqueta de chándal, tanto que casi se lo clava en un costado, y se largó de allí caminando a rápidos pasitos. Entró a los servicios comunitarios, y se encerró en un de los cubículos dotados de un inodoro, a contemplar su nuevo tesoro, y a aliviarse, ya de paso. Los servicios no estaban especialmente limpios, ni siquiera a esa hora tan temprana. Pero eso no le importó. Sacó el cuchillo de su bolsillo, y se pasó varios minutos admirando la perfección de su factura artesanal, y su brillo. Lo limpió cuidadosamnete con un trozo de papel higiénico, y una malvada sonrisa se dibujó en su cara. Había tenido suerte. Parecía que la cosa ahora sí que estaba en marcha.

 Jaramillo volvió a guardarse el cuchillo en su chaqueta, pero no lo soltó. Le agradaba sentir el mango contra la palma de su mano, le hacía sentirse seguro. Abrió la puerta del cubículo y salió. La luz blanca y fría de la mañana se le clavó en los ojos, dolorosa. Por un instante, hasta le pareció que unas estrellitas doradas entraban también por la puerta. Y entonces sintió un dolor muy intenso en la parte poterior del cuello, y vio como las mugrientas baldosas azules y grises del suelo se acercaban hacia él.

 Y durante un segundo, no sintió ni vio nada más.



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