Narco IV


 Jaramillo decidió empezar a actuar lo antes posible porque, ¿para qué esperar?. En la cárcel de Madrid no le había hecho falta ningún plan. Simplemente, con intimidar a un par de mindundis se había creado una reputación de kie, y el resto había venido rodado. Así que tres o cuatro días después de ingresar, decidió ponerse en marcha.

 Eran casi las diez de la mañana. El desayuno se había repartido ya hacía más de una hora, y los internos con destino laboral (casi todos) se encontraban en sus puestos de trabajo. El patio, que ni en los momentos de mayor afluencia de internos parecía especialmente  saturado, se veía ahora desértico. Dos o tres internos conversaban de pie, junto a la barandilla del mirador que permitía ver el mar. Un par más corrían rítmicamente alrededor del perímetro. Al fondo, junto a la cancha de baloncesto, un hombre mayor se liaba un pitillo sentado en un banco de hormigón. Ese parecía el adecuado.

 Jaramillo se acercó. El interno, su víctima, era un hombre con una larga melena canosa, de unos sesenta años de edad. Al menos en apariencia, porque la cárcel quema mucho, y todo el que se ha visto obligado a disfrutar de sus instalaciones durante una larga temporada acaba pareciendo diez años más viejo. Los funcionarios, a veces, también.

  Jaramillo estaba ya a menos de cinco metros del banco de hormigón. El hombre de pelo blanco se había encendido el pitillo, y procedía a guardarse la bolsa de tabaco de liar en un bolsillo de su cazadora vaquera. El colombiano se metió la mano en el bolsillo de su pantalón, como si guardase en él un arma, puso cara de duro, e interpeló al otro interno.
 - Dame el tabaco.- El hombre de pelo blanco miró hacia él por primera vez, y detuvo su mano derecha antes de haber terminado de guardar el paquete de picadura. Se lo mostró a Jaramillo.
 - ¿Quieres un pitillo, chaval?.- Preguntó, un poco más por la sorpresa que por amabilidad. Jaramillo apretó los dientes, y cerró el puño dentro de su bolsillo, como si empuñase un arma.
- Quiero el puto paquete, viejo.- Le espetó, juntando toda la mala leche que pudo encontrar en su interior. No mucha, porque, no lo olvidemos, Jaramillo era un buen chaval que había cometido un error, no un delincuente profesional.

  El que sí era un delincuente profesional era el hombre de pelo blanco. Y como profesional que era, sabía diferenciar a los de su gremio de los intrusos. Y le bastaron dos segundos para darse cuenta de que Jaramillo, pese a su dureza impostada y su acento colombiano, no era de los buenos. No valía. Así que se guardó el tabaco, mientras miraba a su atracador con tristeza. La tristeza del que ha llegado al final del camino y ve a un joven dispuesto a cometer sus mismos errores, quizá. oOquizá simplemente el que aquel niñato no le dejase fumar un pitillo tranquilamente en su día libre era algo que le estaba tocando los cojones.
 De todas formas, no era el momento de soltar una perla de sabiduría. Ni él era de los que van de sensei por la vida. Si ese panchito quiere ir de duro, pensó, se ha equivocado. Vaya que si se ha equivocado.
   El hombre de melena blanca se puso el pitillo entre los labios para tener las manos libres, algo que debía hacer con frecuencia, a juzgar por lo amarillo de su bigote. Se encorvó hasta tocar con la punta de sus dedos el suelo de tierra, y empezó a hurgar en él. Jaramillo, plantado frente a él, lo observaba en silencio, un poco por curiosidad, pero principalmente porque no sabía muy bien qué hacer. Es decir, el viejo ese estaba pasado de él. Lo suyo sería soltarle una hostia. Pero en el fondo, Jaramillo no se atrevía. Nunca había atacado a nadie así, en frío. Y ahora, llegado el momento, ni siquiera sabía cómo había que hacerlo. Como si para soltarle una patada a un tío hubiese un protocolo establecido que le era desconocido.

  El 'atracado' hurgó un poco más entre la tierra parduzca, enganchó algo que había en ella entre el índice y el pulgar, y lo sacó de un tirón. Era un objeto metálico y brillante, de unos veinticinco centímetros de longitud. El interno procedió a limpiarlo frotándolo contra sus pantalones azules de faena, y entonces Jaramillo pudo verlo con claridad. Era un 'pincho' artesanal, aunque esta denominación no le hacía justicia a aquella obra de arte.

 Un 'pincho' carcelario es  una pieza de metal, generalmente un trozo de alambre grueso o parte del marco de una ventana, cuya punta se afila frotándola contra una superficie rugosa, que suele ser el cemento del suelo o paredes. Así, como su propio nombre indica, sirve para pinchar, y es semejante a un punzón más o menos rústico. Lo que el silencioso hombre de pelo blanco había sacado de su escondrijo en el suelo no era un pincho. Era un cuchillo de doble filo, hecho a mano, sí. Pero hecho a mano por un profesional.

  Porque el interno de pelo blanco, al que Jaramillo había tomado por un incauto, demostrando que el incauto era él, era un espadista de carrera, y lo había sido desde que su padre le había enseñado el oficio a la tierna edad de diez años. Y ahora, en la cárcel, aprovechaba sus conocimientos colaborando en tareas de mantenimiento de las cerraduras de todo el centro. Ello le daba acceso al taller de cerrajería y matricería de la prisión, un taller pequeño y anticuado, pero dotado de todo tipo de herramientas, tornos y taladros. Él no tenía por qué hacerse un cutre picahielos. De haber querido, habría podido forjar en su taller a Excalibur o a Tizona, y el que el patio fuese de tierra en vez de estar cubierto de hormigón (un tremendo fallo en la seguridad de ese centro) le habría permitido ocultarlas simplemente clavándolas en el terreno, como había hecho con su cuchillo.

  Jaramillo observó, hipnotizado, como el viejo ladrón sacaba brillo a la hoja pulida de su arma y cómo, a pesar de lo nublado del día, un rayo de sol brillaba en la superficie de la misma, lisa y fría como la superficie de un lago helado. El hombre se recostó de nuevo contra el respaldo de su asiento, y procedió a utilizar su cuchillo para quitarse la tierra que se le había quedado entre las uñas al escarbar para cogerlo. Finalmente, miró hacia el colombiano, que seguía ahí, de pie. Pasmado.

  -¿Sigues aquí?. Anda, corre a tomar por culo.-

  Jaramillo se marchó a paso rápido.

  Hacerse un nombre en el patio iba a ser más difícil de lo que había pensado en un principio.



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