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Mostrando entradas de enero, 2018

Narco VII

Las siguientes horas fueron para Jaramillo un torbellino de experiencias. Intentó pasar desapercibido en el patio, pero lo cierto es que en cuanto salió de los lavabos, un par de funcionarios que paseaban a su espalda lo llamaron. Jaramillo se preguntó en su interior qué lo habría delatado, como un adolescente que llega a casa borracho e intenta sin éxito engañar a su madre manteniéndose tieso y poniendo cara de póquer. Y lo habían descubierto, en realidad, por el mismo motivo: Aunque no se daba cuenta, caminaba haciendo eses.   Los funcionarios lo volvieron a llamar. A regañadientes, y con la ligereza de una noria oxidada, Jaramillo se giró. Pudo ver los ojos de los funcionarios abrirse de par en par al unísono con  sus bocas, y correr hacia él para sujetarlo por los brazos y llevarlo casi en volandas a la enfermería de la prisión. Luego se enteró de que, al ver en un primer momento cómo se tambaleaba, y después su camisa empapada en sangre, habían creído que lo habían apuñalado.

Narco VI

 Poco a poco se le fue aclarando la visión, y lo primero que Jaramillo alcanzó a pensar fue que no se había dado cuenta al entrar en los lavabos del precioso color bermellón de las baldosas del suelo. Lo segundo que pensó fue que debía llevar horas allí tirado. Pero ambas percepciones eran erróneas, claro, y en cuanto su mente se aclaró un poco se dio cuenta de ello. En realidad, no hacía ni medio minuto que había caído al suelo, y el color bermellón del terrazo lo formaba la sangre que goteaba de su nariz hasta casi chorrear.  Jaramillo se levantó muy despacio, en parte porque no quería resbalar en su propia sangre, pero sobre todo porque temía volver a caer si intentaba moverse más rápido. Se encontraba mal, muy mareado, y su nariz, que se había roto al caer de bruces, latía con cada bombeo de su corazón. Pero había algo más, un dolor no tan intenso pero más desconcertante, en la parte de atrás de su cuello. Un desagradable hormigueo que le hacía arder la piel, y que no tenía ni

Narco V

  Aquella noche, sólo en su celda, Jaramillo tuvo mucho tiempo para pensar. Sobrevivir en aquella prisión iba a ser más difícil de lo que él había esperado, si hasta el más pringao del patio (y para Jaramillo aquel viejo no podía ser otra cosa) iba armado con semejante espada. Algo había que hacer. Bueno, algo así al azar no. Había que hacer una cosa concreta, había que armarse. El problema, claro, estaba en cómo hacerlo.   Si Jaramillo hubiera sido un veterano del talego, habría conocido mil y una maneras de fabricar su propio pincho. Desde las regletas de las ventanas, que es lo más habitual, pasando por alambres, trozos de ferralla extraída de alguna pared de hormigón, hasta simplemente mangos de cepillo de dientes o de escobillas del retrete lijados pacientemente contra la pared de la celda.   Se cuenta, aunque creo que tiene algo de leyenda carcelaria, que a Jose Antonio Rodríguez Vega, el asesino de ancianas de Santander, lo mataron en la prisión de Topas usando el hueso de un

Narco IV

 Jaramillo decidió empezar a actuar lo antes posible porque, ¿para qué esperar?. En la cárcel de Madrid no le había hecho falta ningún plan. Simplemente, con intimidar a un par de mindundis se había creado una reputación de kie, y el resto había venido rodado. Así que tres o cuatro días después de ingresar, decidió ponerse en marcha.  Eran casi las diez de la mañana. El desayuno se había repartido ya hacía más de una hora, y los internos con destino laboral (casi todos) se encontraban en sus puestos de trabajo. El patio, que ni en los momentos de mayor afluencia de internos parecía especialmente  saturado, se veía ahora desértico. Dos o tres internos conversaban de pie, junto a la barandilla del mirador que permitía ver el mar. Un par más corrían rítmicamente alrededor del perímetro. Al fondo, junto a la cancha de baloncesto, un hombre mayor se liaba un pitillo sentado en un banco de hormigón. Ese parecía el adecuado.  Jaramillo se acercó. El interno, su víctima, era un hombre con