Narco III


El centro penitenciario que la Dirección General había elegido para que Jaramillo purgase su pena era uno de los más antiguos de España, y  lo parecía. Puede que aquel de la sierra de Madrid donde había pasado su tiempo de prisión preventiva no fuese bonito, que desde luego no lo era. Pero al menos era moderno, y los arquitectos que lo habían diseñado habían conseguido su objetivo. Era aséptico e impersonal. Aburrido y feo. Y a la vez, y quizá por los mismos motivos, resultaba poco intimidatorio. Pero claro, esa era una cárcel del siglo veintiuno. Si se hacía un esfuerzo para dejar de ver las rejas de las ventanas y las concertinas que bordeaban los tejados, casi parecía un enorme colegio.
  Pero en el siglo veintiuno quizá se intente que las cárceles no parezcan cárceles. A finales del diecinueve, que era la época en la que se había proyectado aquel lugar al pie de la cordillera Cantábrica, los objetivos eran otros muy diferentes. Y aquello parecía una cárcel, vaya que si lo parecía.  O mejor aún, un castillo. Los muros de metro y medio de grosor de los edificios principales (el muro del perímetro exterior medía más de dos metros de ancho) conseguían a la vez dar la impresión de ser tan difíciles de penetrar desde fuera en caso de una invasión como desde dentro en caso de intento fuga, y de hecho, en una ocasión se había llegado a artillar aquella fortaleza para repeler una agresión exterior que no se llegó a materializar.

  Pero Jaramillo no se dejó intimidar por el aspecto de su nuevo hogar, aunque sólo fuera porque quería acceder al interior lo antes posible. Llovía, hacía frío, y él estaba empapado como una colegiala en un concierto de los Gemeliers, aunque mucho menos caliente. Pasó al departamento de ingresos, donde un funcionario volvió a colocar su mano derecha en el SIA. El estado de su ficha pasó de 'en tránsito' a 'ingresado', le metieron en  una celda provisional para pasar la primera noche y al día siguiente, tras ser entrevistado por el médico y el psicólogo del centro, le asignaron una celda definitiva y lo soltaron en el patio. A buscarse la vida.

 La primera impresión del patio general, arquitectura medieval aparte, no fue mala. Comparado con el abarrotado corral de cincuenta por cuarenta metros en el que tenía que pasearse en  la cárcel de la que provenía, aquello parecía casi un club de campo. El patio era amplio, quizá una influencia de la vasta experiencia en la construcción de cuarteles  del arquitecto que lo había ideado. Con más de un kilómetro de perímetro, había espacio para que varias compañías de soldados practicasen el orden cerrado en el mismo, y de hecho ésto se había hecho en ocasiones. Había campo de fútbol de hierba real, al menos donde las piedras dejaban que ésta creciese. Cancha de baloncesto, y unos aparatos de gimnasia deportiva, de esos que uno esperaría encontrarse en un tosco gimnasio de Europa del Este y que ahora se han puesto de moda con esto del 'crossfit'.

 Y sobre todo, muy pocos internos. En un primer momento, Jaramillo pensó que simplemente era que estaban muy repartidos en un espacio tan amplio pero, al cabo de un rato, le dio por contar a sus compañeros de paseo. Eran quince, cuando era evidente que ese era el patio principal de la prisión y que debería ser el lugar de esparcimiento principal de la mayoría de sus inquilinos. Y allí vivían, Jaramillo lo supo luego, casi quinientos internos. ¿Donde estaba el resto?.

 No tardó en averiguarlo: Trabajando. Esto era nuevo también para él. Allí de donde venía, los interno no trabajaban , mas allá de su obligación de colaborar en la limpieza de las instalaciones. Eran internos preventivos, o sea, en espera de juicio, y se limitaban a eso. A esperar.

 Tras un par de días conociendo a algún otro interno y tras varias entrevistas con los profesionales del equipo de tratamiento, el panorama se le fue aclarando. En aquel centro se procuraba que todo el mundo estuviese ocupado las veinticuatro horas del día, ya fuese mediante cursos de todo tipo, deportes, actividades culturales y, sobre todo, trabajo. De momento, como recién llegado que era, no tendrían ocupación para él, pero no tardarían en proporcionarle un empleo. Y se les mantenía lo más ocupados posible, le explicó un Educador, porque en ese centro todos los internos estaban condenados en firme y cumpliendo condenas de al menos cinco años de cárcel. No había preventivos, ni primeros grados ni terceros. Sólo internos condenados y en segundo grado de tratamiento, currando lo más posible para intentar de esa manera reducir su condena y salir de allí con unos ahorrillos. O mantener a la familia que habían dejado fuera. Por eso, le aclaró también el Educador, el Centro Directivo en Madrid le había mandado a cumplir su pena allí. Para intentar que el tiempo le resultase de provecho, que, a base de trabajo, no se metiese en líos, y que pudiera mandar dinero a su gente en Colombia.

  A Jaramillo se le abrió el cielo. No tanto por la posibilidad de conseguir un empleo, que también. No olvidemos que Jaramillo en el fondo era buen chaval. Pero lo que más le atrajo fue la imagen mental de un montón de internos currando y llenando sus tarjetas de peculio, a puntito de caramelo para ser intimidados por un auténtico narco colombiano como él, y dispuestos a pagarle con tabaco y cafés a cambio de protección o simplemente un poco de tranquilidad. Un par de tardes observando a los que eran sus compañeros no hizo sino reafirmarle en su idea.

 Eran todos muy viejos, pensó. Como lo es para un chaval de veinte años como él todo aquel que pase de los treinta y cinco. Y ninguno parecía gran cosa. Además, no había en el centro ningún colombiano aparte de él, lo que jugaba a su favor a la hora de jugar su papel de sanguinario esbirro del cártel de Cali. Aquello pintaba bien, pensó, frotándose las manos. Muy bien.











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