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Mostrando entradas de mayo, 2017

El profesional

 Trabajar por las mañanas en el acceso de un módulo es como dirigir un circo de tres pistas, pero los viernes lo es un poquito menos. Todos los días, y desde primera hora de la mañana, tienes que controlar el reparto de medicación, tienes que controlar escrupulosamente quien entra y sale a las mil y una actividades que se desarrollan en la jornada, tienes que llamar por megafonía para dar notificaciones a internos que, por pura ley de Murphy, son los siempre están hartos de pastillas durmiendo en la sala de televisión, de forma que los tienes que llamar diez veces antes de que reaccionen.   Todo ello mientras atiendes sus quejas, por supuesto, y no te pierdes detalle de lo que pasa en el patio por si hay bofetones. Porque si un día, en tu patio, a alguien lo cosen a puñaladas, al inspector no le va a servir como excusa que tú le estuvieses sellando una instancia de 'coitus interruptus' a un fulano mientras con el rabillo del ojo controlabas que no le faltasen al respeto a la

Sálvese quien pueda III

 Mientras la procesión se acercaba a la puerta de la cocina, Aquilino procedió a contarnos sus primeros devaneos con el LSD, y cómo, en sus propias palabras;   - Empecé a ver dragones, y a gritar que me sacaran de allí. Entonces la peruana con la que compartía piso entró a mi habitación y vaya que si me sacó, me sacó a hostias de la cama, porque me dijo que la había asustado, y que estaba hasta el coño de mí. Así que salí a la calle y me metí en la iglesia que había en la otra acera, para que no me encontrase el dragón, porque los dragones no pueden entrar en las iglesias.- Aprovechando que Aquilino había interrumpido por un instante su monólogo para darle una calada a su pitillo, me arriesgué a meter baza.  - Los que no pueden entrar a las iglesias son los vampiros, Aquilino...- Todos me miraron a la vez, y con idéntica expresión confusa.   - ¿Como dice, don Jaime?.-   - Que los que no pueden entrar a las iglesias son los vampiros, porque es territorio sagrado.- Aquilino se rascó

Sálvese quien pueda II

  Pocos minutos después, llamaron por teléfono. Alfreddo no disimuló su disgusto por la interrupción.    Era el Jefe de Servicios, advirtiéndonos de la proximidad de la comitiva y conminándonos a interrumpir las tareas de cocina, como ya nos había indicado un par de horas antes. Me sorprendió lo rápido que habían llegado hasta nuestra puerta, teniendo en cuenta que había al menos cuatro o cinco paradas más que realizar por el camino, todos ellas con sus correspondientes rezos y demás. Pero supuse que, a tenor de la creatividad de las obras que adornaban cada una, y las miradas perdidas de los asistentes a la misma, el obispo había decidido agilizar la ceremonia.   Sin tiempo que perder, salí de mi oficina e indiqué a los internos que cesasen en sus actividades. No me costó mucho convencerlos, la cosas como son. Y es que si fuesen unos apasionados del trabajo seguramente no habrían recalado en mi 'hotel'.  Me quedé con ellos, porque lo cierto es que yo estaba ya del program

Sálvese quien pueda.

  La gota que colmó el vaso para Ceferino cayó en forma de una pobre beata que tuvo la desgraciada idea de entrar a la oficina de Jefatura de Centro a preguntarnos si queríamos participar en el acto.  Ceferino ni preguntó a qué acto se refería, que oigan, nunca se sabe, antes de echarla con cajas destempladas.    Aquella señora cumplía los tres requisitos: No era funcionaria, no era una interna y, último pero no por ello menos importante, era una mujer. A Ceferino no se le ocurría ni un sólo motivo por el que esa señora debiera estar ahí junto a él y, en vista de que ella no parecía dispuesta a esfumarse, la ecuación sólo tenía una solución posible.   Así que entre resoplidos dignos de un toro de lidia, y con un ímpetu semejante al de esos animales, me sacó a empujones de Jefatura, salió él a continuación, y cerró por fuera. La pobre mujer había tenido el tiempo justo para apartarse antes de sufrir la singular experiencia de ser atropellada por un Jefe de Centro al borde de la apopl

Los siete pecados capitales

   Finalmente la curiosidad, esa asesina de gatos, fue más fuerte que la indiferencia, y me impulsó a salir de mi zona de seguridad para intentar enterarme de una vez en qué consistía eso del Via Crucis.     Dejé a Alfreddo al mando de la nave, con un 'walkie' a mano, y con la responsabilidad de utilizarlo si tenía el más mínimo problema, y salí al 'hall' central de la prisión.    Me sorprendió encontrarlo vacío, pero esa no era más que una primera impresión. Al acercarme a la oficina de Jefatura de Centro, el punto central de la cruz, pude ver en el ala derecha de la misma a un pequeño grupo de fieles disponiéndose a salir en procesión. No eran muchos, pero en su conjunto eran, sin quererlo, un recordatorio viviente de los pecados capitales.     Los más evidentes, por supuesto, eran el gordo y goloso obispo y su estirado y soberbio edecán. Había que conocer algo más al resto de procesionarios para percibir que la obsequiosidad del Jefe de Servicios no era más que la