Master Chef

  Poco después de que Aquilino abandonase mi oficinilla, entró Alfredo, el cocinero. O Alfreddo, si atendemos a su forma de firmar. En concordancia con los días de luto que vivíamos, vestía un conjunto de 'chef' de dos piezas, completamente negro. Y ajustadito, como el auténtico 'ninja' de los fogones que pretendía ser.
  No estaba mal, sobre todo si lo comparabas con los lisérgicos colores de sus demás chaquetas, una gama cromática digna de una Ágata Ruiz de la Prada surfeando en un mar de LSD. Sería fácil decir que Chicote había sido una mala influencia para Alfreddo (no sé qué me da el escribirlo así, pero sé que a él le gustaría), pero toda esta historia sucedió hace mucho tiempo, bastante antes del auge de los cocineros estrella que padecemos hoy día. Así que supongo que esta afinidad estética de ambos fue fruto de la casualidad, o bien alguno de los cocinillas que tan profesionalmente arrugan la nariz con desagrado en 'Master chef' tienen un sórdido pasado carcelario que el público desconoce.

  Alfreddo entró en la oficinilla, como decía, levantó la cabeza lo suficiente como para mirarme por debajo de las lentes de sus gafas de montura al aire, y cogió con una veloz finta de sus manos su juego de cubiertos personal de encima de la mesa del despacho. Así, sin mirar. Mientras abandonaba la estancia, suspiró un saludo como sólo él sabía hacerlo, de esa personal y única manera que te hacía sentirte más despreciado que si no te hubiera saludado en absoluto. Se encaminó hacia las mesas de trabajo, donde Aquilino y un par de internos más se afanaban en picar lechugas y tomates, y se inclinó para coger un trozo de uno de estos últimos. Lo hizo con estilo, o eso creía él, inclinándose hacia adelante sin separar ni doblar las piernas ni un milímetro. Permitiendo que sus pantalones con mezcla de lycra se ajustasen a sus tersas nalgas, marcando la suavidad de sus formas.
 
Aquilino y sus compañeros miraron hacia otro lado, súbitamente incómodos. Yo me froté los ojos con el índice y el pulgar de mi mano derecha, como si con este gesto fuese a conseguir borrar esa imagen de mis recuerdos. Cuando volví a mirar, Alfreddo masticaba el tomate asintiendo con aprobación, con sus ojos cerrados de placer. Después de tragar, impartió una serie de instrucciones a los pinches, instrucciones que no pude oír, parapetado como estaba  tras el grueso cristal blindado de mi despacho. Acompañó las mismas con amplios y gráciles gestos de sus brazos, como si estuviera dirigiendo una orquesta de cien miembros. 'Eso le gustaría a él,' pensé para mí. 'Dirigir un orquesta. O cien miembros.' Alfreddo entró mientras todavía me estaba riendo de mi propia estupidez, y he de reconocer que me cogió por sorpresa.
  - ¿De qué te ríes?.- Preguntó sin mirarme, rodeando la mesa del despacho. Alfredo caminaba con unos rápidos pasitos cortos, como un profesional de la marcha atlética, pero sin contonear tanto el culo. Por suerte.
  No contesté, y no pareció importarle lo más mínimo. Se sentó a mi lado.
  - Me ha dicho el jefe que van a hacer un Via Crucis, así que vamos a tener que interrumpir el trabajo un rato.- Asentí con la cabeza. Alfreddo continuó.- Así que simplemente vamos a hacer una ensalada campera, y unos Sanjacobos con patatas. Nada en las volquetas que se nos pueda quemar en el fuego.- Terminó de hablar y me miró. Esperaba una contestación o comentario, y yo la verdad es que no sabía qué decir al respecto. Así que me salí por peteneras.
 
  -¿No vas a ver el Via Crucis ese?.- Alfreddo echó la cabeza atrás, sorprendido por mi pregunta.
  - Huy, no. Que va. No me van esos rollos.- Me encogí de hombros, pensando que había terminado de hablar. Pero no.
  - Tanta sangre, esas imágenes de hombres torturados...- Continuó, agitándose con un coqueto escalofrío.-No, no.- Concluyó, con un brillo en sus ojos que quería decir 'Si, Si'. Lo miré, sonriendo de medio lado. Alfreddo se sintió súbitamente incómodo con mi mirada, y se inclinó con presteza hacia adelante para coger el mando de la 'tele' de un cajón de la mesa.

  -¿Vemos algo?¿El programa de Ana Rosa?, dijo atropelladamente. Y sin dejarme contestar, encendió el aparato y se esforzó en ignorarme concentrándose en el mismo. 

 

 

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