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Mostrando entradas de abril, 2017

Master Chef

  Poco después de que Aquilino abandonase mi oficinilla, entró Alfredo, el cocinero. O Alfreddo, si atendemos a su forma de firmar. En concordancia con los días de luto que vivíamos, vestía un conjunto de 'chef' de dos piezas, completamente negro. Y ajustadito, como el auténtico 'ninja' de los fogones que pretendía ser.   No estaba mal, sobre todo si lo comparabas con los lisérgicos colores de sus demás chaquetas, una gama cromática digna de una Ágata Ruiz de la Prada surfeando en un mar de LSD. Sería fácil decir que Chicote había sido una mala influencia para Alfreddo (no sé qué me da el escribirlo así, pero sé que a él le gustaría), pero toda esta historia sucedió hace mucho tiempo, bastante antes del auge de los cocineros estrella que padecemos hoy día. Así que supongo que esta afinidad estética de ambos fue fruto de la casualidad, o bien alguno de los cocinillas que tan profesionalmente arrugan la nariz con desagrado en 'Master chef' tienen un sórdido pasad

Amor de madre

  La llamada de Julio, el compañero destinado en la puerta principal, avisándome de la entrada de nuestro visitante fue para mí la primera noticia de que en esa isla hubiera un obispo. Y ya llevaba yo viviendo allí unos cuantos meses. La cosa me sorprendió un poco, porque lo cierto es que si aquel lugar paradisíaco hubiera necesitado un lema con el que decorar su escudo oficial, sólo tendría que escoger tres de los siete pecados capitales. Cualquiera de ellos. Autóctonos y foráneos vivían sus vidas a escape libre, y no se me ocurría ningún motivo que les pudiera impulsar a entrar en una iglesia un domingo por la mañana que no fuese el esconderse en un lugar fresco y silencioso a pelear la resaca y a esperar a que se les bajase lo último que se hubiesen metido. La isla no era lugar para obispos.  Aunque también es cierto que, si un rincón de España necesitaba un pastor al que pudieran acudir las ovejas descarriadas, era ese en el que me encontraba. No le iba a faltar curro al obispo,

Visita inesperada.

 Al final, entre mis diferencias con Don Ceferino y mis afinidades con Alfonso,  se habían pasado unos minutos de la hora reglamentaria para la apertura de cocina. Me encaminé hacia la puerta, donde ya se encontraban los internos esperándome con una especie de aburrida impaciencia. Y  me hicieron el pasillo para entrar. Sí, como se le hace al campeón de liga o a los novios en una boda militar. Afortunadamente no tuve que chocar las manos con cada uno de ellos, ni nadie se sacó el sable. Sin más ceremonia pues, abrí la puerta blindada y entramos.   Una vez dentro, todos sabíamos cuales eran nuestras tareas. Llevábamos tiempo en la casa y éramos expertos en lo nuestro. Por mi parte, abrí los candados de las cámaras frigoríficas y del almacén para posteriormente dirigirme a mi oficina, que tuve que abrir también. Comprobé que no faltaba ningún cuchillo, espátulas ni demás elementos punzantes o cortantes de la taquilla blindada donde se guardaban, y me senté. Había cumplido con la mayo

Artes plásticas

  Alfonso, como os contaba ya en la entrada anterior, permanecía con los brazos en jarras y balanceándose sobre sus pies adelante y atrás. Sólo le faltaban la gorra de plato y la porra para completar su imagen de poli de los dibujos animados. Y observaba con divertida atención un folio que colgaba de la pared, adherido con celo. Me acerqué y me situé a su lado, a ver de qué iba el rollo.    Sobre el blanco del papel resaltaba la figura de un Cristo portando su cruz. Para ser más exactos, lo que destacaba no eran el Cristo, ni la cruz. A pesar de que deberían ser los elementos protagonistas de la escena, aparentaban haber sido dibujados con la falta de precisión e interés de un niño que de mala gana tiene que entregar una tarea para el colegio, una tarea que no le interesa y cuya realización ha demorado hasta el último momento. No, el Cristo y la cruz no destacaban.   La sangre sí. Y  los detalles morbosos. Coronas de espinas clavándose en la carne, rodillas desolladas. El lienzo que

Via Crucis II

  Aquel prometía ser un día de trabajo como cualquier otro. De hecho, incluso más tranquilo, porque como era Jueves Santo se retrasaba media hora el entrar de servicio. Porque, como ya os conté más atrás, los días festivos el maremágnum de profesionales penitenciarios que bullen por el interior del centro se ve reducido drásticamente. Y sobre todo porque aquel día en concreto me tocaba servicio en cocina, con lo que la carga de trabajo y, sobre todo, el contacto humano, también iba a ser muy limitado. Que diréis que qué tipo más antisocial, y os responderé que en la calle soy el mejor amigo de todo el mundo. Pero al trabajo voy a trabajar, y punto. Que no es poco.   Así que tras pasar los controles de puerta principal y rastrillo, entré a lo que podríamos denominar el 'hall' de la prisión, que en aquel diminuto amago de presidio era una cruz formada por dos pasillos de unos veinticinco metros de lado cada uno. En los cuadrados que se formaban en las esquinas se ubicaban los c