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Mostrando entradas de marzo, 2017

Via Crucis

  Nunca he sido una persona religiosa. No digo ya creyente, que tampoco, sino religiosa. En mi casa nadie lo era, y más allá de hacer la primera comunión, que era más que un sacramento un evento social, o las veces que me hicieron rezar en el colegio, mi contacto con la Iglesia y sus ritos ha sido absolutamente inexistente. 'No tiene nada de raro', pensaréis muchos de vosotros, 'hoy hay mucha gente que no va a misa'. Bueno, pues creo que os equivocáis.   La mayoría de gente que conozco, por atea o agnóstica que sea o se declare, posee cierto conocimiento de la religión, aunque sea tan sólo de su aspecto formal, como reconocer el sonido de las campanadas cuando tocan a muerto, o por qué la Semana Santa cambia de fecha cada año , o... yo que sé, de qué color es la casulla de la misa de mártires . Casi todo el mundo tiene o ha tenido un pariente devoto, que le ha instruido en los rudimentos de la fe, aunque simplemente fuese cambiándole el bocata de chorizo por uno de No

Medicina democrática

  Entre semana, la dependencia de acceso a un módulo (conocida entre los iniciados como 'El Rastrillo') es la versión penitenciaria del camarote de los hermanos Marx: Un maremagnum de educadores dando buenas noticias a los internos y dejándote las malas por escrito para que las repartas tu; trabajador@s sociales intentando a la desesperada aclarar el follaje del árbol genealógico de un tipo que sabe menos de su padre que Marco, y tiene a su madre igual de lejos; Atees es repartiendo golosinas; Monitores de las actividades más peregrinas que perdieron la ilusión el mismo día que la paciencia y los modales...   Todos pugnando por quitarte el micrófono de la megafonía del patio, para llamar a quien sea que tengan que llamar, hacer lo que sea que tengan que hacer con él y largarse lo antes posible a otro módulo a repetir la operación. Y ello mientras controlas qué internos salen a trabajar o a cursos, cuales al médico, quienes se van de permiso y han de ser dados de baja en el

Ladrón de Guante Blanco II

      - ¿Y qué atracaste, si no es mucho preguntar?.- Eutimio contestó rápidamente.      - Un banco, funcionario. Bueno, en realidad... Unos cuantos. Y eso que he tenido suerte y de muchos no me han pillao.- Estaba orgulloso, y se le notaba. Muy probablemente, esos atracos exitosos habían sido la única ocasión que había tenido en su vida de saborear algo parecido a un triunfo. Y lo cierto es que si le das una vuelta al tema, mucha gente que  consideraría a Eutimio un deshecho humano, morirá sin haber vivido esa sensación de éxito. Aunque pensándolo mejor, posiblemente cuando reunía el coraje para atracar una sucursal de la Caja Rural, Eutimio estaba, o demasiado drogado, o desesperado por el mono como para disfrutar de la excitación del momento.   - ¿Así que de muchos no te han pillado?- Con frecuentes intervalos, mi interlocutor se quedaba en silencio mirando al vacío sin causa aparente, y se hacía necesario sacarlo de su ensimismamiento. Salió de su trance con un súbito movimien

Ladrón de Guante Blanco

  Unas cuantas entradas más atrás os hablé de la Ley de Dalton. No, no me refiero a la ley de las presiones parciales. La ley de los hermanos Dalton, comprobada empíricamente por todo funcionario de prisiones o por cualquier persona que se ve obligada a tener trato con delincuentes, describe cómo, en las bandas criminales integradas por varios hermanos, el más peligroso es el de menor estatura.   Esto es así, señores, y no me pregunten por qué. La única excepción a esta regla, que más que una excepción es un complemento, es que, si de entre esos hermanos uno es una mujer, ésta será el elemento más peligroso. Cuando es así, además, suele ser baja de estatura en comparación con el resto de la camada, claro. Pero no siempre.    Y además de ser el más peligroso, o quizá precisamente por ello, el más bajito tiende a ser el más inteligente, o al menos el más astuto. Pero en el caso de los hermanos Cortijo, esto no era así en absoluto.     Mientras que Fermín goza de una estatura media,

Manual de autoayuda

  Desde que escribo este blog, soy mejor funcionario. Supongo que porque sería difícil serlo peor.   Empecé en esto hace más de diez años. Al principio todo son risas: Tienes un montón de días libres, un sueldo a la medida, por primera vez, de tus vicios (o aficiones, si lo prefieres. Cada uno se autoengaña como quiere).  La cola del paro es un feo recuerdo que nunca más será una fea realidad. Incluso si tienes suerte, como yo la tuve, tendrás plaza en destinos bellos y tranquilos. Bello el pueblo y tranquila la cárcel, se sobreentiende. Conoces gente nueva, y eres parte de la delgada línea azul que separa a la sociedad del caos. Viva y bravo.   Pero los años pasan, y tu plan de pasarte unos pocos años (cuatro, cinco) recorriendo España en plan turismo laboral para luego conseguir plaza cerca de tu lugar de origen se desvanecen como se desvanece el buen rollo cuando la Guardia Civil te pide que soples aquí, por favor.      Llega la crisis, no hay concursos de traslado, y cuando t

Cultura del vino II

     En menos, mucho menos tiempo de lo que se tarda en leerlo, el Jefe introdujo la llave en la cerradura de la puerta blindada y descorrió el cerrojo. Siempre lo hacemos así, rápidamente, a pesar de saber de sobra que, si el inquilino de la celda estuviese alerta, ya hace rato que nos habría oído y se habría deshecho de lo que se tuviera que deshacer. Y si no está alerta, que abras más o menos rápido  va a dar igual. Con los años he llegado a la conclusión de que lo hacemos para darle dramatismo a la cosa, un dramatismo del que un trabajo tan monótono como el nuestro está muy necesitado.     El Jefe abrió la puerta con un violento tirón, en parte por seguir con el efecto dramático, y en parte porque el frío contrae el marco de las puertas y a veces las atasca. La entrada a la celda quedó expedita, y un olor a destilería se extendió por el pasillo, haciéndonos bizquear. Uno podría ahogarse en aquello y, desde luego, después de registrar aquel chabolo, no era recomendable conducir.

Cultura del vino

  Otra noche de guardia, y otra ronda. Cuando hablo de rondas sé que la mayoría de los que leéis este blog sabéis a que me refiero, ya porque sois compañeros, o porque ya lo habéis leído en otras de mis entradas (creo que en 'Cuando el amor llega así, de esta manera...' lo explicaba un poco). Y estáis al tanto de que no hablamos de rondas de cerveza ni chupito. Bueno, pues en este caso eso no es verdad, o es tan sólo una verdad a medias. Me explico.   Eran cerca de las dos de la madrugada, y el Jefe de Servicios,  un par de compañeros y yo, estábamos a mitad de nuestro recorrido. Una noche más, como todas las noches de guardia. Y una noche más, como todas las noches de invierno en aquella cárcel de la meseta, hacía tanto frío que los grajos se desplazaban a cuatro patas. Y como todas las noches de guardia en invierno en aquel Centro Penitenciario abandonado en el medio de un páramo, habíamos decidido por unanimidad que haríamos la ronda por dentro de las galerías y no por f

Pobreza energética II

    Salí del módulo de ingresos y me acerqué al rastrillo de entrada del edificio principal. Unos cinco metros de camino, para que os hagáis una idea del tamaño de las instalaciones. Allí se encontraban ya el Jefe de Servicios y el Jefe de Centro, esperando. Los tres juntos formábamos el cincuenta por ciento de los efectivos de la prisión. Poca cosa. Pero si hubiésemos solicitado más efectivos a la Dirección General, habrían sido capaces de soltarnos que 'tres son multitud' y quedarse tan frescos. Si, en serio. A veces son unos cachondos.   Con un leve movimiento de cabeza del Jefe de Servicios, comenzó a descorrerse la puerta de la esclusa, accionada desde las profundidades de su cabina por el funcionario de rastrillo. La punzante luz del Mediterráneo nos cegó un instante, acostumbrados como se encontraban nuestros ojos a estar 'a la sombra' (qué malo, si). Tres borrosas sombras grises avanzaron hacia nosotros, pero no fue hasta que la compuerta se cerró tras ello