Venganza

   Ledesma odiaba a los internos, por muchos motivos. Uno de los principales era que él mismo era un interno. Pero él, claro, no era como el resto. El resto eran un montón de yonquis, traficantes, ladrones, chulos, violadores y , lo peor de todo, etarras, que formaban un vertedero humano al que un juez 'progre' le había desterrado amparándose en unas leyes creadas por esa banda de lesbianas sin depilar, las feministas. Así, todo del tirón y sin respirar. Porque él no había hecho nada. Al menos, nada malo. Porque donde se ha visto que soltarle un par de bofetones a tu mujer (así, con la mano abierta, que de haber querido hacerle daño, le pego con el puño y la deshago, ¿sabe?) cuando se pasa de lista esté mal. Mal está lo contrario, porque si no la corriges, va a peor (¿sabe?, y entonces es cuando algunos las matan. Y eso pasa por no darles un bofetón a tiempo).  En otros tiempos, si a su mujer se le hubiera ocurrido ir a comisaría, la hubieran mandado a casa a que le preparase la cena y se dejase de tonterías. Pero ahora no, ahora ya no era así. Y cuando su mujer fue a comisaría la pusieron en contacto con una trabajadora social ( que le comió la cabeza, ¿sabe, don Jaime?, la muy hija de puta, para que me denunciara y me buscara esta ruina) que la alojó en un piso de acogida y la salvó de convertirse en un número de una estadística. Ledesma era víctima de la sociedad, una sociedad que cambiaba demasiado rápido para él, y que no le gustaba (porque esto con Franco no pasaba, ¿sabe, señor funcionario?. Con Franco yo no estaría aquí).

  Y eso mismo pensaba yo mientras Ledesma me castigaba a escuchar su perorata, una vez más. Como todas las mañanas, mientras pasaba la fregona a mi oficina en el módulo de aislamiento sin parar de hablar. Que, seguramente, con Franco Ledesma no estaría en prisión. La idea no me resultaba tan atractiva como a él. Ledesma se merecía hasta el último minuto de su condena, pero me guardaba mucho de decírselo. Una vez lo hice, y acabamos discutiendo. Para nada. Así que cada mañana, mientras fregaba y soltaba su rollo, que era siempre el mismo, yo me callaba y asentía con la cabeza en silencio, como aquel perro de plástico con el que mi padre adornaba la bandeja trasera de su coche.

  Terminada la limpieza, salió de mi despacho y cogió una libreta y un boli para tomar los pedidos de economato. Ledesma era el ordenanza del módulo, no sé si lo he dicho, y la verdad es que era muy eficiente. Tenía estudios, porque había terminado la educación básica y eso lo situaba entre la élite intelectual de intramuros, y no simpatizaba, ya sabéis, con el resto da la población reclusa, lo cual le hacía impermeable a las peticiones de favores. Ledesma era un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta. No es que me gustase, pero era lo que había.

   El ordenanza se dirigió al pasillo de celdas y abrió la puerta de la primera. Lo seguí a un par de metros de distancia, por si acaso.  En las celdas de aislamiento, después de la primera puerta hay una jaula de un par de metros cuadrados de planta, semejante a las que se usan para ver a los tiburones sin peligro, y luego está la habitación donde se aloja el interno, que muchas veces no tiene menos peligro que un tiburón. Cabrera, el interno que la ocupaba, llevaba varios días sin fumar. Después de haberle roto una costilla a nuestro compañero Raúl, no nos sentíamos inclinados a hacer ningún tipo de concesión hacia su persona y, si bien el reglamento le permitía adquirir tabaco, en ningún sitio ponía que tuviésemos que dejarle tener un mechero. Amparados en anteriores situaciones en las que internos en aislamiento habían plantado fuego a sus celdas como medida de protesta, le requisamos el encendedor.

  Ledesma le preguntó si quería pedir algo al economato. Cabrera se levantó de la cama, donde permanecía sentado, y se acercó a los barrotes. Se puso un cigarrillo en la boca.
  - Déjame un mechero, compi.- Ledesma torció el gesto.
  - Sabes que no puedes tener un mechero.-
  - Pues dame fuego.- Me asomé a la puerta. Cabrera me vio, y sus ojos centellearon de rabia. Tiró el pitillo al suelo y, en lo que se tarda en pestañear, le escupió a la cara a Ledesma y se volvió a sentar en la cama. El salivazo restalló como un látigo. Ledesma estaba lívido. Apoyé una mano en su hombro, suavemente. No se movió. Me situé frente a él para romper el contacto visual con Cabrera, y hablé con toda la suavidad y firmeza de las que fui capaz:
   - Ledesma, vámonos. Ahora.- Ledesma salió de su estupor, le puse la mano en el hombro una vez más para ayudarlo a decidirse, y salimos al pasillo. Cerré la puerta de la celda tras de nosotros. Caminamos en silencio hacia mi oficina.
  - Vaya a limpiarse al servicio, y luego vuelva aquí.- Ledesma se dirigió en silencio al lavabo. Cuando volvió, yo ya estaba sentado a mi mesa. Lo invité a sentarse a su vez.

  - Voy a elevar un parte con lo que ha sucedido. Pero tendrás que declarar ante la Comisión Disciplinaria.- Ledesma bajó la vista un instante, y luego me miró.
  - Pero entonces, 'ese' no se irá de conducción, ¿no?-
  - Bueno, no lo sé. Seguramente no. Pero eso ya depende de lo que decidan los mandos.- Ledesma se quedó unos instantes en silencio, con la mirada vacía. Finalmente, se decidió.
  - Mire don Jaime, déjelo estar. Prefiero que lo cunden*, que se vaya a tomar por culo, y no volverlo a ver en la puta vida.- Me lo pensé. La verdad es que no le faltaba razón.
   - Pues mira, es verdad. Se va pasado mañana por la mañana. A ver si lo perdemos de vista para siempre.-



  Cabrera se fue de conducción un par de días más tarde. A mi me había tocado hacer la guardia de noche, así que fui el encargado de despertarlo, porque el canguro llegó algo antes de las ocho de la mañana. Media hora antes había despertado también a Ledesma para que fuese preparando  y repartiendo el desayuno del resto de internos del módulo. Mientras yo entregaba los expedientes al jefe de la conduccion, un sargento primero de la Guardia Civil, y rellenábamos la documentación relativa al traslado, dejé las puertas de las celdas abiertas (las rejas interiores no,claro) para permitir a Ledesma entregar los racionados.
  Unos minutos después, en cuanto terminamos el papeleo, el sargento y yo nos dirigimos al pasillo de celdas. Abrí con la llave maestra la reja interior de la misma para permitir salir a Cabrera que, si albergaba algún tipo de idea estúpida, como agredirme, la olvidó al ver a mi acompañante. El sargento era mayor, se jubiló poco después, y tenía un aire de perpetua somnolencia que el madrugón había acentuado. Pero compensaba estos inconvenientes con una estatura cercana a los dos metros, y era perfectamente capaz de estrangularte con una sola de sus prodigiosas manos mientras cavaba tu tumba con la otra, sin necesidad de pala. Cabrera terminó de un trago su café con leche, y salió de la estancia. Caminamos hasta mi despacho, donde el Guardia procedió a cachearlo, esposarlo, y lo entregó a dos de sus subordinados para que lo escoltasen hasta el autobús celular. Ledesma, de pié a la puerta de la oficina, observaba en silencio toda la operación.

  El sargento y yo firmamos los últimos documentos, y antes de despedirme, añadí:
 - Bueno, ya sabes que este se va cundado porque agredió a un compañero. Ojo con él.-
El sargento asintió en silencio, con expresión grave. Se giró y empezó a andar hacia la salida. De repente, Ledesma se cruzó en su camino.
  - Perdone, mi sargento.- El suboficial se detuvo, muy sorprendido. Eso no era habitual.- Mi sargento... Mucho cuidado con ese tipo. En una ocasión intentó fugarse de una 'cunda' diciendo que tenía que ir al baño.-
 El sargento no sabía cómo reaccionar. Me miró, confuso, musitó un 'gracias', y rodeó a Ledesma para poder seguir su camino. Salió, se subieron todos los guardias al autobús, y emprendieron viaje.
 El ajetreo dejó paso a una tranquilidad absoluta. Ledesma permaneció inmóvil mirando a través de la puerta el patio vacío, y yo me quedé sentado tras mi mesa, mirándolo a él. Pasaron unos instantes de introspección hasta que me decidí a romper la magia del momento.

- Ledesma... ¿sabes algo que yo no sepa?.- El ordenanza me miró con cara de estúpida inocencia.
- No le entiendo, don Jaime...- Contestó, acercándose a mi.
- ¿Me vas a explicar qué es ese rollo de la fuga que le contaste al Guardia?.- Súbitamente, se le iluminó la cara. Ya había entendido. Buscó afanosamente en sus bolsillos y sacó un bote pequeño y blanco, de medicinas. Me lo entregó. Era laxante.
 - Es mío. Me lo da el médico, porque soy muy estreñido.-Levanté la vista. Me estaba imaginando el resto. -Y le he vaciado medio bote en el café. No sé cómo no se ha dado cuenta, pero se lo ha tomado enterito. Se va a pasar cinco horas esposado en la celda del canguro hasta la próxima parada.- Ledesma sonreía de oreja a oreja.

 - Anda, lárgate.-Le dije, intentando mantener la compostura.  No quería que me viese sonreir. Ledesma salió.

Al final hasta le iba a coger cariño.

 





 

Comentarios

  1. Jajjaja. Pobres Guardias Civiles, no?. Pastel que se encontrarían!!

    ResponderEliminar
  2. Hola. Me gustan tus relatos. Éste también. Aunque suena a chiste viejo. Lo escuché por primera vez hace veinticinco años. Seguramente los guardias veteranos en conducciones lo han escuchado cien veces cada uno.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola Lolo. Muchas gracias por leerme y animarte a comentar.
      LO que yo creo es que quizá lo del laxante es bastante corriente...

      Eliminar
  3. Me ha encantado esta imágen: "era perfectamente capaz de estrangularte con una sola de sus prodigiosas manos mientras cavaba tu tumba con la otra, sin necesidad de pala". Eficaz manera de describir. Y el tono que le da al relato, con cierto distanciamiento humorístico. Siempre he pensado que no se puede escribir sobre este trabajo si no es con humor porque si no el lector pensará que eres un morboso aburrido y exagerado. Sigue escribiendo que aquí tienes un lector.

    ResponderEliminar
  4. Coincido con Lolo en la imagen. M'encanta.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El día del juicio

Día libre

Same energy