Deformación profesional

   María y yo caminábamos agarrados del brazo por el parque del auditorio. Su mano se crispó de repente, pellizcándome un poco. La miré sorprendido. Tenía los ojos muy abiertos y fijos en un punto frente a nosotros. En el sendero, unos metros por delante, un yonqui avanzaba en nuestra dirección. Yo lo había visto ya hacía un momento, pero no le había dado importancia. El yonqui siguió arrastrando los pies en el mejor estilo de un extra de 'The Walking Dead', y cuando estaba a un par de metros de nosotros, levantó lentamente la mano derecha. La miré. No había nada en ella, y al subir mi vista hacia sus ojos  no vi más que la expresión de miedo y tristeza del que se ha llevado tantos palos en la vida cuando ha pedido algo que ya no tiene ánimo ni para hablar.
    -¿Que pasa, machote?- Le espeté con una sonrisa, sin dejarle ni hablar a pesar de que ya había empezado a abrir la boca. -¿Quieres una moneda para el bus?-. 
Sorprendido, asintió con la cabeza sin acertar a cerrar la boca del todo. Busqué en mis bolsillos, saqué una moneda de un Euro y se la puse en la mano que mantenía fláccida y extendida.
   - Toma campeón.- Le dije, le dí una palmada en el hombro, y seguí mi camino con María enganchada todavía a mi otro brazo. La miré. Tenía los ojos abiertos y redondos como dos lunas llenas. Yo no entendía nada.
  - ¿Que pasa?.- María tardó unos instantes en responder. Estaba confundida, saltaba a la vista. Yo también lo estaba, tanto o más que ella.
  -¿Como le has hablado así?.- Ahora lo entendía aún menos.
  - Así... ¿Como?-
  - Pues así... ¿No te da un poco de respeto?. Es un drogadicto.-
  - Pues no. La clave es que YO tengo que darle respeto a él, y no él a mi.-
Seguimos andando unos pasos sin hablar, no sé quién estaba más confuso. Seguramente yo.
 María habló, un poco por romper el silencio, un poco para sí misma.
  - Hacía mucho que no veía un heroinómano como ese.-

Ahí estaba la clave. Es verdad, en la calle no se ven ya muchos, y para el ciudadano común son casi una rareza. Pero para nosotros, los funcionarios de prisiones, son nuestro trabajo, nuestros administrados. Y vives con ellos hasta que con el tiempo no prestas atención a su aspecto. Tanto, que lo que te acaba sorprendiendo es que la gente en la calle no los vea con la misma normalidad que tu. 


Un poco más lejos, al borde del  parque, otros cuatro o cinco drogadictos se dirigían hacia un cercano punto de reparto de metadona. María me sugirió que cogiésemos el coche y nos fuésemos a pasear a otro sitio.

Estuve de acuerdo con ella. Unos cuantos yonquis más, y lo mismo me da por hacer un recuento.

  

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